domingo, 30 de diciembre de 2012

CAMBIO DE AÑO


Cansada y ojerosa, Anastasia se levanta nuevamente a encarar el día que se avecina ya anunciando su llegada con el amanecer y el canto de los pájaros enjaulados al lado de su ventana. Ni siquiera ha descansado, se pasó la noche llorando y preguntándose qué tantas estupideces hizo, hace y habría hecho de ser posible… porque es una tonta, porque parece ser cierto lo que le dijo su madre de que ella no sabía hacer tal o cual cosa, lo que le dijo su padre cuando le comentó que ella no podía tener decisiones propias y que su vida era como la de los changos: imitando lo que los demás hacían, pero sin tener interés verdadero en eso; o quizás era cierto lo que reflejaban los sueños de su hermana cuando le contaba que la había soñado indefensa y vana y tonta como una niña de 5 años que se aferra en niñerías.

¡Pobre Anastasia! Había vivido su vida sin ser ella, había logrado irse un tiempo y desprenderse de las raíces que la ataban a algo inexistente… pero después regresó, y con su regreso también volvieron las ataduras y los malos ratos, y las mañanas nubladas en que sólo limpiaba la casa, las tardes diáfanas pero aburridas, las noches largas y llenas de letras aquí y allá, de autores conocidos y desconocidos, de amores atrapados o inexistentes… de sueños rotos o melancolías putrefactas ya cansadas de vivir, casi tan cansadas como ella.

Pasó su último día sentada sobre la cama, leyendo libros guardados en su librero, revisando viejos escritos en gastadas libretas de hojas amarillentas, pasando y repasando cuentos regalados, cartas improvisadas, fotografías y recuerdos que había esparcido sobre la cama y había comenzado a organizar por formas y colores, por tamaños, por importancia, por sentimiento o por lágrimas. La noche la dejó llegar silenciosa; dejó irse al sol junto con el canto de los pájaros, dio la bienvenida a los maullidos desesperados de gatos en celo, a los aullidos de perros abandonados en azoteas que clamaban a sus dueños o quizás un poco de compañía de otros perros en igualdad de condiciones. Pensó en lo triste que era aquello, y en su propio desconsuelo al verse a sí misma recibiendo estrellas envueltas en neblina por el frío que hacía.

Los silencios se hicieron presentes, pero también las revelaciones que la oscuridad trae consigo cuando ya no hay nadie que atente contra su existencia; sin luces se dejó guiar por a voz de su acompañante negra, por las verdades que gritaban en crujidos de madera y de puertas, y de pasos encerrados que la gente dice que es el eco pero que ella siempre pensó que era algo más, alguien más junto a ella. Se sintió estúpida, sola, vacía, llena de una tristeza profunda que no la dejaba respirar, llena de arrepentimiento, de temor, de hastío hacía si misma por ser quien era, por pasar la noche anterior llorando, y el día triste, y la tarde removiendo arenas del pasado; sintió pena por sí misma y por su porvenir.

A tientas, sentada sobre su cama, alcanzó un papel en blanco y la vieja pluma:

Me hubiera gustado pasar el último día del año a tu lado, reír y llorar y recordar lo que se ha pasado, pedirte mil y un veces perdón por no escuchar cuando me decías que estaba exagerando, por no hacer caso de las múltiples alertas de mi comportamiento cuando me estaba pasando de la raya. Me hubiera gustado poder sentarme a tu lado otra vez, revivir momentos como tantas veces lo hemos hecho, dejar que la madrugada nos alcanzara desnudos sobre la cama, conversando, dando vueltas para encontrar un lugar que sin querer hemos estado construyendo y destruyendo pero que no nos importa porque sabemos que es nuestro, aquí, allá, donde sea que lo decidamos, donde quiera que se nos antoje recibir las locuras y comenzar de nuevo.

Me hubiera gustado tomarte de la mano y desearte feliz año, abrazarte y darte un beso tímido y casi a escondidas porque me da mucha pena que me vean haciendo eso; hubiera preferido simplemente que mis arranques de niña consentida y mis alteraciones de humor no se hubieran apoderado de mí para hacerte estallar y largarte, para no provocar que me dejaras.

“Me hubiera”… tantos “me hubiera”… tanto y tanto existente sin existir, tan marcados deseos frustrados, tantas palabras calladas…

Y ahora, me sentaré como siempre con mi familia, a dejar pasar el tiempo y comenzar un año acompañada pero casi tan sola como siempre, casi como me siento cuando estoy triste o tengo hambre.

viernes, 19 de octubre de 2012

A Tony le gusta la noche


A Tony le gustaba sentarse en el patio de la casa todas las noches, o en especial solamente las noches de octubre porque la luna parecía ser más grande y las estrellas se mostraban de una forma menos inhibida y más brillante, como si quisieran aprovechar justamente ese mes para desatarse y ser felices en el cielo. A lo mejor, pensaba Tony para sí, allá arriba hay una especie de papá o mamá que todo el tiempo está detrás de las estrellas más pequeñas para que no se acerquen tanto al sol y se quemen, y detrás de las más grandes también para que no vayan tras la luna que de pronto desaparece; esa historia le recordaba la novela de las 5 de la tarde, de la cual mamá le explicó que la protagonista se había ido detrás de un hombre, perdidamente enamorada, y éste un día simplemente desapareció.
Además de todo, las noches le gustaban porque permitían ver al cielo sin que le dolieran los ojos; el sol le causaba muchos daños, casi siempre le dolía la cabeza y después le sangraba la nariz, además de que el calor era insoportable y sentía algunas veces que no podía respirar. En muchas ocasiones había intentado quitarse toda la ropa mientras jugaba en el jardín de la casa, pero mamá reprendía severamente a Tony diciéndole que no debía hacer eso, que el jardín no era lugar para andar desnudo y que además eso provocaría que su piel se quemara en mayor extensión. Por eso Tony hacía mucho tiempo que no salía a jugar; contrario a ello, se pasaba toda la tarde junto a una ventana, observando a la gente pasear afuera y preguntándose cómo es que soportaban caminar bajo el sol abrasador del mediodía; a veces se reía de las señoras que pasaban con sombreros chistosos, o se imaginaba qué era lo que iban conversando las parejas que paseaban tomadas de la mano. Miraba durante largas horas a los perros, las aves, algún gato que cruzaba la calle, y en varias ocasiones también vio lagartijas tomando el sol tranquilamente.
Una vez, Tony comenzó a preguntarse de qué hablaban los pájaros, a quien extrañaban los perros que se refugiaban bajo la sombra de un árbol… ¿y si la lluvia cae porque al cielo le duele algo? ¿a quiénes están buscando las nubes?. Ese día Tony se dio cuenta que el día tenía consigo más misterios que la noche, porque en la noche todo el mundo está durmiendo, salvo los gatos, que esos se veían correr más constantemente que el resto de los animales; también, en las noches no había aves chismorreando por los cables de alta tensión, ni perros extrañando a alguien… a lo mejor sólo pasaba que todos tenían miedo al cielo porque era cuando lloraba con más fuerza y el suelo se sentía entonces como cuando tocó la cara de mamá a media noche, justo después de haber regresado del médico, y ella le explicó que solamente tenía miedo.
En la última noche de Octubre, Tony se recostó ésta vez en el patio y comenzó a recordar cuando descubrió el cielo de la noche: había estrellas, muchas estrellas… ¡Tantas estrellas que parecía que a Dios se le había caído un bote de diamantina sobre una tela negra! Y la luna estaba tan enorme y gorda que hasta le recordó a la tía Cándida, esa que no le gustaba que le diera besos porque olían a cigarro… pero la luna, en cambio, era bonita, bonita como mamá en las mañanas… y también se preguntó a dónde iban las estrellas durante el día, ¿quién las guardaba? ¿Dónde vivían? ¿Por qué no podía bajar una para que mamá no siguiera llorando?.
Por primera vez en mucho tiempo, Tony se fijó que las estrellas tiritaban y se estremecían constantemente, y pensó que estaban entonando una canción para él, y que le decían que debía correr y cantársela a mamá para que ella volviera a sonreír y fuera muy feliz, y que así lo llevaría al parque, y a comer su helado de limón que tanto le gustaba, y después al regreso a casa le compraría un perrito para que le hiciera compañía cuando mamá se fuera a trabajar y se quedara solito en la casa; también le iba a dar muchos abrazos toda la noche y a la mañana siguiente se levantaría muy temprano para levarle a mamá el desayuno a la cama, le haría jugo de naranja y le pondría las pantuflas rosas a juego con su bata para que le prepare el desayuno mientras ven dibujos animados en la televisión. Después volverían a ir al parque, y sacarían al perro a pasear… y serían felices.
Tony entró a la casa corriendo, sin preocuparse por si hacía ruido; se metió en la cama lo más pronto que pudo y abrazó fuertemente a mamá… pero ésta no le contestó el abrazo, ni se movió. Estaba fría.
Tony pensó que otra vez mamá tenía miedo al cielo, y que del pánico se había quedado paralizada y helada. Se abrazó a ella, le dio un beso diciéndole que mañana todo estaría bien, y se durmió a su lado. 

domingo, 7 de octubre de 2012

No me gusta cuando callas....


Lo malo de la vida hasta ese momento no es lo que sucede realmente, sino todo lo que por mi culpa estoy creando; cientos de ocasiones me había visto envuelta en el mismo problema, siempre con las mismas palabras, y nuevamente me encontraba con la desgracia en puerta de tener que elegir entre una cosa y otra. Ésta vez, la situación eres tú… pero no se trata de elegir entre huir o quedarme, sino entre decir y no decir, entre explicar y no explicar, entre llorar y pacientemente sentarme a esperar.

Es mejor sentarse, dejar que las horas transcurran libremente mientras me ocupo en otra cosa y tu al mismo tiempo ocupas mi mente. Recuerdo cuando le dije a un amigo “piensa un número del  1 al 100 y ahora date cuenta que ese número nunca pensará en ti”… ¿será lo mismo entre nosotros? Aquí se siente ese hueco que deja tu ausencia, la nostalgia de saberte cercas aunque no lo estés tan físicamente, y también el temor de que a pesar de que hay palabras entre nosotros y que de muchas maneras podemos seguir unidos, pareciera que la unión comenzara a desvanecerse.

Tal vez, no es que se desaparezca lo que nos une… tal vez sólo está mudando de piel o preparándose para hibernar.

Anoche soñé contigo y por eso me quedé pensando en todo esto. Hoy pensé que me levantaría y todo estaría bien, que podría saber un poco de ti como normalmente sucede. Hizo presencia el silencio…  y a mí no me gusta cuando callas, porque estás como ausente.

Dices que hay letras que se escriben en serio, y no en serie… creo saber qué es lo que está pasando.

martes, 21 de agosto de 2012

Consistencia de flan


Habían pasado ya 12 días y las esperanzas de que fueran rescatados se veían increíblemente lejanas. Sergio había dedicado los últimos dos días a revisar la isla de cabo a rabo para buscar cualquier cosa que se pudiera comer ya que los víveres, esos pocos que lograron rescatar del bote antes de que la marea se lo tragara, comenzaban a escasear; Sofía por su parte intentaba gran parte del día construir de manera muy rudimentaria algún tipo de choza bajo la cual pudieran resguardarse del sol y la lluvia inesperada.
Durante un viaje de placer, Sergio y Sofía habían sufrido un choque con un arrecife de coral, lo que provocó que el bote donde viajaban ellos solos se hundiera irremediablemente. Lograron alcanzar la orilla de una isla cercana por puro milagro, rescatando de igual forma algo de comida que rápidamente racionaron para evitar pasar hambruna hasta su rescate, además de eso lo único que tenían era la ropa mojada que llevaban puesta. La cuestión, sin embargo, era que probablemente el rescate tardaría mucho en llegar, ya que Sergio y Sofía habían salido sin avisar a nadie en un tipo aventura amorosa no permitida que aprovecharían para hacer realidad su más oscuras y torcidas fantasías sexuales en medio del mar, así no habría problema de que alguien escuchara a Sofía gritar escandalosamente mientras era penetrada por Sergio.
En el momento en que se vieron como náufragos en aquella isla en medio de quién sabe donde, Sofía se puso como histérica pensando en que realmente había sido una tontería realizar el viaje; le sacó en cara una y otra vez que todo era su culpa, que fue una mala idea haber robado el bote de su padre sin saber absolutamente nada de navegación, también le dijo mil veces que estaba harta de sus arranques infantiles y que quería ver ahora cómo se las arreglaría para salir de esa. Sergio por su parte había mantenido la calma lo suficiente como para evocar todos los tips de supervivencia que había escuchado alguna vez en televisión o leyó en alguna revista de esas que están en los consultorios médicos, también dejó que Sofía le gritara todo lo que le diera la gana pues sabía que después de eso se tranquilizaba y escuchaba atentamente lo que había que hacer.
Así pues, una vez que Sofía se calmó, Sergio le indicó que lo primero que habría que hacer era reunir rocas o cualquier cosa que sirviera para llamar la atención por si acaso pasaba algún helicóptero por la zona, después seria una buena idea que se repartieran las tareas: él iría a buscar cualquier cosa que se pudiese comer, mientras ella construiría una choza, después irían a recolectar leña juntos por si hacía frío repentinamente por la noche, y esperarían al siguiente día. Calmadamente, se quitaron la ropa mojada y dedicaron el resto del día a conseguir comida, resguardar los víveres y racionarlos económicamente, armaron una chocita bastante inestable y consiguieron la leña; Sofía preguntó a Sergio si creía que habría animales salvajes, a lo que él contestó que seguramente no, aunque lo hizo sólo para tranquilizarla ya que sabía que probablemente habría serpientes venenosas al menos. Caída la noche, el clima comenzó a volverse más fresco, así que Sergio encendió una pequeña fogata y se sentó junto a Sofía, mirando ambos al horizonte.
--No está tan mal—Dijo Sofía de pronto y Sergio la miró extrañado—Queríamos privacidad y aventura ¿no? Pues aquí la tenemos: estamos en una isla, solos, sin nadie que nos diga qué hacer y pudiendo hacer lo que queramos; seguro nuestros padres pensarán que huimos juntos por pura necedad, y eso será hasta que mi padre se de cuenta de la falta del bote; pero mientras eso sucede, somos libres.
Sergio sonrió y le tomó la mano, y seguidamente Sofía comenzó a besarlo primero con ternura, luego un poco más agresiva, hasta que pronto los dos se vieron completamente envueltos en el preámbulo amoroso que seguramente terminaría en una sesión de sexo muy diferente a lo que estaban acostumbrados y, sobre todo, libre.
Al siguiente día, Sergio se despertó sudoroso y algo lleno de arena; Sofía ya estaba despierta y revisaba minuciosamente lo que tenían para comer: era demasiado poco. Todo lo que habían rescatado del bote antes de hundirse era lo suficiente como para comer bien durante un día, el resto era algo de musgo (Sergio había escuchado alguna vez que se podía comer) y frutillas de las cuales Sofía dudaba. Cuidadosamente y pensando en que era incierto el tiempo que estarían ahí, segmentó la comida en pequeñas porciones, una de las cuales hizo llevar a Sergio aclarándole que debía comerla despacio, y que además sería buena idea arreglárselas para encontrar agua.
El día transcurrió lentamente, pero lleno de actividades para hacer: Sofía intentó estabilizar la chocita para no preocuparse de que se les viniera encima mientras dormían, preguntó a Sergio si podrían intentar pescar y éste creyó que aunque sonaba como algo descabellado, podría servir; también se dieron cuenta que había palmeras con cocos, de los cuales podrían extraer agua y algo de comida extra, el problema sería bajarlos. Durante ese día, Sergio y Sofía se vieron posesos por una lujuria extrema, quizás porque andaban los dos con poca ropa, quizás porque el hecho de sentirse solos permitía que se dejara volar la imaginación, así que se dedicaron a hacer el amor cuando se les antojaba, como quisieran, en la playa o bajo la chocita, y podrían gritar y decirse las cosas que nunca habrían pensado decir al estar en la ciudad; después se quedaban tumbados uno junto al otro, y hablaban acerca de lo que estaría pensando la gente por su desaparición, se preguntaban si los rescatarían o si encontrarían la manera de vivir plácidamente en ese lugar apartado.
Conforme pasaba el tiempo, las circunstancias se volvían mucho más difíciles de lo esperado: lo que en un principio vieron como un nido de amor y depravación, ahora era un escenario en el cual intentaban desesperadamente sobrevivir día a día. Sus pieles estaban rojas por la prolongada exposición al sol, también curtidas y en algunas partes habían aparecido llagas. Sofía se ponía de mal humor y pasaba la mayor parte del día llorando, y Sergio estaba harto de buscar comida todo el día y además aguantar los reproches de Sofía por no haber conseguido lo suficiente; los cocos eran difíciles de conseguir por la proeza de bajarlos de las palmeras, y sus intentos de pesca no habían resultado provechosos, no conocían otras cosas qué comer de la vegetación y la comida decente rescatada hacía tiempo que se había terminado. Poco a poco, el horror de la realidad se materializaba frente a ellos.
Sofía y Sergio terminaron por tener problemas entre ellos; Sofía quería que Sergio fuera más atento con las necesidades y que también la consintiera cuando se sentía de mal humor, pero Sergio solamente quería utilizar su tiempo libre (el poco que tenía) para relajarse y descansar antes de volver a la faena diaria. Rápidamente comenzaron a aparecer discusiones por tonterías sin sentido: Sergio gritó a Sofía porque la choza tenía agujeros, Sofía golpeó a Sergio al verlo hurgando en la comida ya que pensó que tomaría algo sin consultarlo; más tarde, Sofía había estado llorando porque extrañaba su casa y su familia, y Sergio intentó consolarla besándola en el cuello. Sofía no se sintió cómoda y pidió que parara, pero Sergio ya había perdido la cordura y se abalanzó sobre ella, acariciándola a la fuerza, besándola, mordiéndola hasta hacerle daño e ignorando los gritos.
La soledad y las condiciones precarias habían provocado que Sofía y Sergio perdieran poco a poco la cordura; ella se volvió retraída después de aquella noche, temerosa, ni siquiera se atrevía a decirle a Sergio que no tocara la comida que no le correspondía. Él continuó con su actitud barbárica, atemorizando y gritando a Sofía cada que se le antojaba, pasando el día tirado a la sombra de alguna palmera y obligando a que Sofía lo complaciera sexualmente si lo necesitaba. La muchacha ya no quería seguir ahí, quería que la rescataran lo más pronto posible pues no soportaba el cambio tan repentino de su novio; el hombre dulce al que amaba ahora era una bestia sin sentimientos que la trataba como a un animal. Se preguntó repetidas veces si habría sido el sol, o la sal del agua, o quizás algo que comió y lo empezó a transformar por algún efecto tóxico; también cuestionó si fue su culpa aquel cambio, si debió haber accedido a hacer el amor aquella noche, o si por llorar tanto él ya estaba harto. De nada obtenía una respuesta.
Llegó la noche en que no había comida ni agua, Sergio había destruido la chocita en un ataque de ira cuando Sofía no había accedido a sus demandas sexuales por tener la regla, y ahora ella tenía un diente roto y el ojo morado por la paliza que Sergio le propinó antes de violarla nuevamente. En todo el día no se habían hablado, ni se habían mirado siquiera, y no fue hasta que Sergio intentó tocarla nuevamente que Sofía saltó encolerizada y comenzó a gritarle que era un guarro, un estúpido, una bestia a la que habría deseado nunca haber conocido ni mucho menos haber accedido a hacer aquel viaje estúpido por el que comenzó todo lo que estaban viviendo; escupió y maldijo a él y a toda su familia, le lanzó piedras y ramas y hojas que tenía a su alrededor, pateó y arañó a Sergio mientras él respondía a los golpes con el doble de fuerza. El forcejeo se hizo intenso, y un Sergio que parecía poseído, con ojos inyectados de sangre y una fuerza que quién sabe de dónde fue sacada, sujetó a Sofía por el cabello, y le azotó la frente contra una palmera. Sofía quedó inconsciente, y Sergio siguió golpeando con furia la cabeza que pronto pareció un clavel de piel reventada; tomó entonces una piedra grande y siguió golpeándola, arrancando la piel a jirones con sus manos y dejando que la arena absorbiera la sangre, exponiendo el cráneo blanco y después partiéndolo en pedazos. Pronto vio una masa gelatinosa, ciertamente grisácea y llena de sangre que lucía apetitosa, y presa del hambre que le carcomía su propio estómago, Sergio arrancó un generoso trozo de cerebro y se lo llevó a la boca.
Devoró el manjar en cuestión de minutos, después sonrió con dientes ensangrentados: a pesar del sabor a hierro, estaba feliz porque el cerebro de Sofía tenía justamente la consistencia de un flan.

domingo, 19 de agosto de 2012

¿Fin?

A la media noche decidí que ya nada valía la pena; no tenía amigos, mi familia pasaba de mí y los estudios ya no me llenaban igual que antes. Recuerdo cuando me era increíblemente grato lograr las más altas notas de la clase, ser mejor que los demás, tener los exámenes perfectos y los trabajos impecables... y ahora, bueno, ahora pienso que simplemente son cosas para las cuales no fui hecha.

Tenía amigos en la facultad, salíamos a fiestas y nos divertíamos, pero de pronto las cosas empezaron a cambiar: me fastidiaban más de lo normal, no soportaba tenerlos cerca, rechazaba las oportunidades en que podía convivir con ellos y sus conversaciones me parecían tan vacías que me molesatban. Poco a poco empecé a alejarme, a poner pretextos para no acudir a las fiestas, a sentarme durante largas horas en un rincón mientras leía o escribía cualquier tontería que se me viniera a la mente; me volví solitaria, sombría, ausente.

Así pasó el tiempo, no sé cuánto porque dejé de contar los días en el momento en que me dí cuenta que todas las horas eran iguales, pero sé que fue lo suficiente para haberme colmado la cabeza y el corazón de frustraciones y deseos de terminar con todo.

La mañana siguiente me levanté temprano y fui como siempre a la escuela; me senté en mi rincón favorito y leí durante la primera clase, durante la segunda puse atención porque era interesante, y en el receso salí a fumar un cigarrillo al lado del aula 7; pasado el tiempo permitido de descanso, regresé a mi rincón y reanudé mi lectura. Terminando las clases, pasé a un parque cercano a mi casa y me senté a la osmbra de un árbol, en el pasto, donde sabía que nadie me iba a molestar, y comencé a escribir lo que sería mi último texto. Decidí hacerlo ahí para sentirme libre, para que al menos mis últimas palabras vieran más directamente la luz del sol y no solamente la proviniente del foco de mi cuarto; quería que al menos el viento y el pasto y las aves que revoloteaban supieran que a pesar de la crudeza de mis letras, había sonreído por última vez a la vida.

En casa, limpié mi cuarto y ordené mis cosas en varias cajas que destiné a los lugares que creía más convenientes: una parte de mis libros irían a la biblioteca de la escuela, mientras que la otra ya tenía anotado cuidadosamente el nombre de su próximo propietario en la cara interior de la portada; los apilé y dejé una nota encima para que se entregaran a quienes correspondían. Mi ropa también se dividió en lo que sería para el albergue, lo que ya no usaba porque esatba viejo, y lo que decidí que mi hermanita debía quedarse; también le dejé a ella gran parte de mis pertenencias, como mi violín, el teléfono celular y en realidad todo lo que ella quisiera conservar.

A las 11:32 de la noche encendí mi último cigarrillo junto a la ventana de mi habitación y puse la carta sobre la mesita de noche, al lado de la Vírgen de Guadalupe que mi mamá me regaló por mi cumpleaños y donde explicaba que era culpa de todos, después encendí el modular y puse mi canción favorita bajo la opción de repetir una y otra vez. Quería morir escuchando lo que más me gustaba.

Del armario saqué una pistola, era negra y algo vieja pues la había conseguido de contrabando a una persona a quien no conocía, pero aún así tenía la certeza de que funcionaba correctamente pues antes la había probado en el campo disparándole un par de veces a latas vacías.  Me senté a la orilla de la cama, puse el cañón de la pistola en mi boca y después de respirar hondo un par de veces, tiré del gatillo.

Un dolor agudo me despertó repentinamente; sentía que la cabeza me iba a estallar, abrí los ojos pero no pude ver bajo qué techo estaba, o qué hora del día era, tampoco escuchaba absolutamente nada a mi alrededor. Me asusté, el pánico me invadió repentinamente, no me gusta la oscuridad ni tanto silencio; lloré, pero no sentía lágrimas que mojaran mi cara. Llevé mis manos a mi rostro en un gesto de desesperación, y sentí las vendas, y hurgué debajo de ellas con aún más desesperación que antes, y creo que grité mil veces sin saber exactamente qué decía hasta enmudecer al encontrar que debajo del vendaje lo único que había era carne deshecha, suturada en todas direcciones, tibia, húmeda y dolorosamente aún viva.

Fallé.

viernes, 17 de agosto de 2012

Menta y mentira se parecen


              --Ya no eres la misma, ahora es raro verte satisfecha; a mi esposa tengo que dedicarle media hora en las mañanas, mucho más de lo que le dedico a Carmelita… por eso me gustó ella, por eso y sus cabellos negros, tan oscuros, pero con mechones más claros de destellos rosados que hacen juego con los reflejos azules de la negrura de su melena. Desde que la conocí supe que era diferente…

                --Entonces puedes ir y quedarte con tu Carmelita esa, sea lo que sea…

                Hubiera sido bueno que se creyera la mitad de sus palabras, pero nada de lo que estaba diciendo le parecía que fuera completamente sensato. Galatea se decidió a dar media vuelta solamente y seguir su camino por aquel puente que se erigía por encima de un río seco pero de verdes orillas; sabía, pese a todo, que las palabras que Dionisio le decía no tenían ni la más mínima gota de credulidad, y que no había satisfacción, ni esposa, ni Carmelita que realmente existiera, sino que todo lo que el comentaba era fruto de su ego herido.

                Para Galatea, Dionisio no significaba otra cosa más que el anclaje al pasado, lo que impedía que tuviera la oportunidad de seguir creciendo como la mujer que siempre había soñado con ser; lo que en alguna ocasión se consideró el oasis en medio del desierto, ahora lo consideraba solamente como un vil espejismo más que se expandió frente a sus ojos sin importar qué era lo que provocaba en la pobre Galatea. Dionisio también significaba la fortaleza perdida inútilmente y atada a una pequeña estaca, como el viejo cuento del elefante del circo. No es que el chico fuera inútil, sino que simplemente se había acostumbrado tanto al fracaso que ahora el éxito le parecía como una medalla de oro imposible de alcanzar, como los anillos de Saturno, como el sol que no puede ser alcanzado sin quemarse en el camino.

                Muchas veces, los relojes se habían detenido para Galatea y Dionisio, y ya no existía el tiempo ni el espacio en los propios espacios que ellos mismos habían construido para sí; las personas que los rodeaban parecían simplemente como vagos espectros, cuerpos sin alma ni conciencia que los acechaban como zombis entre los matorrales de un descampado, pero la mortandad en vida, la putrefacción en potencia de los cuerpos vivos solamente era el fruto de las perturbadas y enamoradas mentes de dos personas que se envolvían mutua y estúpidamente en papel celofán que no los ocultaba del mundo, pero transformaban la realidad de manera que sólo ellos, dentro del envoltorio, se percibían tal cual al otro dentro de la medida que se sentían capaces de aceptar.

                En más de una ocasión, muchas más de las que Galatea era capaz de recordar, ella se había preguntado si con fría agua y refrescante aliento era como Dionisio intentaba ocultar el fuego que tenía dentro de sí, la pasión que le embriagaba cuando intentaba poseer para él y nada más el cuerpo completo de la pobre fémina indefensa que tantas tardes se entregó a él; se preguntó también si la útlima vez que se vieron, aunque pareciera como pasaje sacado de un sueño lleno de estupefacientes y alucinógenos de Galatea, tenía el mismo sabor frío mentolado pero mentiroso de las láminas que solía consumir el Dionisio de carne y hueso. De haber sido ficticio, los detalles y hechos que ocurrieron entonces no tienen ningún indicio de ser lo suficientemente significativos como para seguir prestándoles más atención de la que reqieren; de haber sido real, entonces aquello significaba el rechazo a lo que les rodeaba en el instante, pero al mismo tiempo la preocupación de que las últimas palabras de alguien no fueran sino escritas, escupidas de manera automática y agresiva hacia la vera de Galatea, quien con mano temblorosa y aliento atascado entre la garganta y la boca apenas si es capaz de comunicar pocas palabras entrecortadamente antes de dejarlas de lado.
                “Hola, disculpa pero no lo encontré…”

                Pero no era cierto, a final de cuentas lo que realmente no se había encontrado era la propia parte de Galatea que estaba dispuesta a dar por terminada le petit mort del cuarto sin paredes desde el cual se apreciaban las orillas de un playa inexistente. En ese momento parecía que no existía nada más que pudiera valer la pena ni ser más importante.

                --Pero si has estado soñando, Galatea—se dice para sí misma mientras permanece de pie en una verde llanura—por eso no puedes controlar nada de lo que haces.

                ¿Y la mente y el inconsciente son capaces de ser controlados? El problema de Galatea no era el ser o no ser, las mentiras o las verdades, la realidad o la fantasía que muchas veces se presentaban entremezcladas delante de sus ojos, sino la incapacidad de saber distinguir entre vaina y veneno, entre gimnasia y magnesia como era que muchos a su alrededor decían, pero a final de cuentas aún seguía existiendo esa parte de ella que le hacía ver que aún cuando la frialdad de algo parezca tan evidente frente a sus ojos, incluso sobre su piel, el efecto ilusorio solamente duraba unos cuantos instantes antes de que la realidad templada saltara a los sentidos de quienes estaban presentes e involucradísimos en el desarrollo de la misma.

                La esposa de Dionisio, la Carmelita de negros cabellos y destellos rosados y azules, el tiempo que se desperdiciaba por las mañanas, la satisfacción de Galatea, el desdén de la misma hacia todo lo anterior y la misma falsa falsedad de las mentiras de Dionisio sólo eran versiones mentalizadas…

Mentalizadas… 

De menta-lizadas, hechas de menta…

O sea, una mentira.

Y es que al final menta y mentira se parecen.

Grilllito Escritor


A las 11:24 en punto de una noche por mediados ya de abril cuando, tirada en mi cama y mirando el techo granuloso y lleno de estrellas fluorescentes que en alguna ocasión conseguí en el país vecino del norte,  de pronto me exclamé con fingido asombro “¡Seis y dos son ocho… y ocho dieciséis!” 

Si, claro… hubiera adivinado eso desde hacía mucho tiempo, cuando en mi infancia solía jugar con la estúpida muñeca que dejé de ver en alguna ocasión, aquella que siempre estaba vestida de azul y que intuyo ha permanecido en el desván después de que, cuando yo contaba con 6 años de edad, la pobre muñeca se contagió de gripe y me fue imposible curarla con sus dosis diarias de jarabe suministrado con un tenedor. Debí tomar en consideración el hecho de que la consistencia del jarabe no era la más adecuada para el instrumento de trabajo con que seguramente un doctor titulado ilegalmente desde las inmediaciones de Tepito recomendó.

Como sea, el desván debió volverse desde entonces el hogar de la pobre muñeca ya embarrada completamente de medicamento; con el paso de los años no sé qué espíritu demoniaco –y en realidad es algo que ignoro por mi temor a aquellas cosas– se apoderó del pobre cuerpecillo de la fulanita en cuestión que logró entonces deformarlo por completo, logrando despojarle de un brazo (la mutilación no está por demás) y provocando alteraciones tales que conllevaron a la emanación de secreciones a través de la glándula lagrimal en forma de desecho de madera. Dicho de otra forma, lagrimitas de aserrín.

Y claro, ¿cómo no me di cuenta que el meollo del asunto recaía en los estúpidos roedores que no tardaron en hacerle compañía en aquel viejo desván? Ahora entiendo que los mismos seguramente pertenecían a un culto de ratones narcosatánicos que veneran a aquella cucaracha voladora que en algún momento resucitó de entre los muertos y multiplicó las palomitas. Era de esperarse que el brazo lo perdiera en un culto a su dios, y que su llanto ya modificado fuera también consecuencia de la ofrenda malévola a la resplandeciente, oscura y pulcra cucaracha ya venerada.

El plumero, el recogedor, la escoba y el viejo beliz no se pueden escapar de ser partícipes de la situación, incuso también un comal que en alguna ocasión habló con la olla en la cocina. No entiendo sus conversaciones fuera de lugar, tan llenas de cuestiones que solamente arman pedos entre las personas involucradas. Todas las incoherencias ambientales llevaron a preguntarme acerca de cómo fue que las orgías interinstrumentales del desván lograron expandirse a otras áreas de la casa, hasta que misteriosamente aparece de pronto un pequeño ratón que seguramente emigró desde las orillas recónditas del desván hasta la cocina; supe que no se trataba de algo común por el claro pelaje, casi rubio, casi trigo y su sexy acento anglosajón. Un ratón gringo que seguramente fue extraditado a manera de respuesta ante la ley anti-inmigrantes propuesta por los ratones narcosatánicos, o quizá por aquella negrita cucurumbé que de pronto amaneció con un arranque de celos hacia el pequeño ratón rubiecito porque ella quería ser cómo él, porque quería ser blanca como la luna y la espuma que tiene el mar.

El segundo en la lista de sospechosos es el negrito bailarín, el que usaba bastón y bombín, que seguramente estaba en complot con la negrita cucurumbé dado que sufría de esclavitud y explotación laboral, corporal y probable prostitución, y de quien también se duda por su tremendo parecido al mismo pescado que, se rumorea, le dijo a la negrita cucurumbé que asi negra era bonita… me supongo, quiero creer, que en realidad lo que le hizo fue un lavado de cerebro con agua de mar para llevarla al lado oscuro (no, no por el color de piel). Por cierto, ¿cuál agua de mar? Seguramente estaban en la pecera de la sala.

No hace mucho  me he enterado que el líder de la secta era aquella araña que amaba a la pobre muñeca junto con el viejo beliz, la misma que en el fondo de un barril desvencijado bailaba tango en sus hilos, al ritmo del instrumento imitado por Don Gato con un farolito de papel, con tres pasitos arrastraditos pa’ adelante y para atrás. No sé cómo pude pasar por alto que entre el público de la araña se encontraban brillantes cucarachas aburridas. 

Todo es sospechoso.

TORN - A - SOL


Gira, gira… gira sin llegar a ningún lado, siempre frente al espejo de una caja en la cual vivirás para siempre encerrada. No existen aquí los soldaditos de plomo que te rescaten de payaso de la caja musical. Me cuestiono acerca de lo que harás en estos momentos al respecto.

Vestida de rosa, la pobre bailarina de porcelana sigue dando vueltas sobre la punta del pie derecho; de haber tenido uñas éstas ya estarían encarnadas dolorosamente y de seguro el terciopelo azul cielo del joyero ya estaría teñido de rojo carmesí, aunque ¿qué hay dentro de las venas inexistentes de una bailarina de porcelana? 

—Sangre verde tornasolada—dice el payasito de la caja—Sangre verde tornasolada…

…verde tornasolada…
...verde tornasolada…
…verde...
…tornasol…
…torno… sol…

Giro…

Y gira…

Y da vueltas bajo el sol sin llegar a ningún lado. Y el verde de los ojos apenas si puede distinguirse.
Suena la música, tan repetitiva como el mismo baile de la pobre bailarina pálida y frágil, que no siente el son en su cuerpo, que no expresa sus emociones en sus movimientos. 

¿Y qué harías, pequeña bailarina, si en lugar de brazos blancos y fríos tuvieras alas de madera?

—Prenderle fuego…—dice el payasito de la caja musical—¡prenderles fuego!—y salta con violencia  fuera de su aposento, balanceándose después vacilonamente mientras sostiene la sonrisa macabra que asusta al gato.

El gato brinca de la cama hacia la mesa…

El joyero de madera cae al piso…

La bailarina blanca de sangre tornasolada se deshace partiéndose en pedazos.

Ya no giras, bailarina, frente al espejo que se rompió contigo.

viernes, 10 de agosto de 2012

Maribel


Cuando la vio, Maribel sintió asco; tenía la piel de color gris, apagada y reseca que le recordaba tanto a la piel de los muertos. Los ojos, que antes fueron vivaces y llenos de luz ya sólo albergaban… nada, realmente nada, nada hundida en el rostro, haciendo parecer más profundas las cuencas y resaltando los pómulos puntiagudos que acentuaban su aspecto cadavérico… estaba desnuda, con los huesos tan expuestos que parecía querían salir huyendo a través de su piel, o lo que quedaba de ella, pues ahora solo parecía una delgada membrana pegada al esqueleto; las costillas y clavículas lucían amenazantes, los brazos caían inertes a los costados con una debilidad tan notable que hasta dolía verla, y las piernas flaqueaban bajo un peso inexistente.
                Para Maribel la impresión fue demasiada: la recordaba tan distinta, tan llena de vida y con un cuerpo lo suficientemente sano y atractivo como para llamar la atención de los hombres que pasaban a su lado, y ahora era como la sombra de una sombra desvirtuada del nardo en el pantano que sólo alcanzaba a ir más allá cuando el sol se ponía. Maribel no tenía idea de cuánto tiempo había permanecido aislada, sola, encerrada en aquel lugar, y es que lucía tan inhóspito que aquello presentado en las películas de terror le quedaba corto: oscuro, húmedo, con una pequeña ventana de viejos barrotes oxidados que apenas permitían el paso de unos cuantos rayos de luz; las paredes frías parecían llorar la situación, y cientos de arañas negras de largas y frías patas recorrían las mismas o esperaban ansiosas capturar una desubicada mosca que se enredara en sus telas. No había piso como tal, sino que una gruesa capa de pegajoso barro se extendía por el cuarto, absorbía heces y cuidaba gusanos, y si estaba de buenas dejaba que una rata le hiciera cosquillas al correr sin rumbo fijo. En la pared más lejana, un mugriento espejo que apenas si reflejaba su entorno se posicionaba rígido y muerto.
                —Qué te ha pasado?—Comienza a decir Maribel al “esperpento” que sonríe con mueca torcida—Mírate a ti misma, observa como la vida se escurre poco a poco a través de tu piel casi muerta; en tus ojos puedo ver tu interior, tan muerto como la rata que cuelga del espejo… ¿has dormido? ¿Has comido?
                —¿Quién lo necesita?—Responde “aquello”—Dormir te priva de disfrutar la vida y comer absorbe la vida para rehuir a la muerte. Para vivir necesitas despertar tu espíritu y unirte al universo,, sin nada que te ate a la tierra; debes fusionarte, volar, ser aire y barro y agua que embriagaban tu espíritu. Morir implica entrar en vida nueva, y a veces dar vida; te descompones y tus ojos e intestinos alimentan gusanos, que alimentan la tierra, que a su vez alimenta plantas y animales que darán de comer a los humanos al tiempo que se sacrifican. Cuando mueres, te vuelves más vivo que en vida, estás en todos lados y hasta puedes invadir la mente de los demás, te vuelves santo, mártir, reina, agua, estrellas y viento… ¡Todo!
                —También mueres en vida al entregarte a algui9en.
                —¡Exacto! ¡Si!—grita “aquello” y se mueve eufórico por el cuarto—Llega el punto en que expandes tu conciencia y sientes poco a poco la sangre en tus venas, el chasquido de tus neuronas dentro de tu cabeza, el aliento de quien está contigo tocándote con sus dedos y sus labios en lugares prohibidamente sensibles… y agonizas, te retuerces, el corazón quiere salir de tu pecho al tiempo que te penetran lentamente, después rápido, y poco a poco te acercas a la muerte—se rió sonoramente—¿Verdad que provoco algo? ¡Mírate, Maribel! En este instante deseas morir aunque sea tu sola: estás agitada, alterada, y has llevado la mano a tu sexo sin darte cuenta… no te reprimas, quiero ver que lo hagas tal como lo has hecho tantas veces hasta ahora.
                Maribel accedió; poco a poco fue deslizando las manos por su abdomen, el pecho, hacia su cuello y rostro. Mordió sus labios, lamió sus dedos y los deslizó hacia su entrepierna hundiéndolos firmemente y ahí y agilizando la agonía que tanto disfrutaba; gemía, jadeaba, dejaba a su alma escapar en gritos semiahogados.
                Abrió los ojos  y miró al espejo; sonrió al verse a sí misma con sus huesos prominentes y su piel cetrina, con sus ojos hundidos en un rostro cadavérico que nada tenía que ver con lo que era antes; sola, mirándose fijamente, hablándole a aquello que a veces cobraba vida en el espejo y la orillaba a morir un poco cada día con el pretexto de encontrar una eternidad que regresaba al infinito en el momento en que ella volvía a respirar. Esta vez, sin embargo, sintió a la muerte llegar con más fuerza que antes y la recibió abriendo sus piernas.
                Tal vez en ésta ocasión el orgasmo sería interminable.

Sonríe el perro


Hacía ya mucho tiempo que las mañanas estaban más frías que de costumbre, cosa rara ya que en pleno septiembre no solía ser así, sino que más bien frescas, solamente frescas pero sin ningún aire de esos que calan hasta los huesos. Pero ahora parecía raro todo, y además de ese frío castrante que hacía que después de un rato le doliera la nariz, había también en el ambiente el típico olor que deja la humanidad en temporadas de feria: olor a alcohol y orines por las calles que rodeaban catedral, más excremento de las golondrinas que en pleno vuelo de migración, hacían parada en la ciudad posándose en los cables de alta tención a lo largo de varias manzanas. De vez en cuando, en plena acera se veía algún borracho recostado sobre sus propias secreciones.

Las caminatas matutinas ya se habían vuelto tediosas, no resultaba igual de divertido salir ahora y encontrarse suciedad y pestilencia por todos lados, que salir anteriormente y ver a un montón de niños dirigiéndose a sus escuelas, algunos con mochilas tan grandes como ellos mismos, otros bostezando aún, aferrándose al brazo de mamá para que no los dejasen solos o llegando animados, sonriendo al encontrarse a sus compañeritos. Ahora, le entristecía ver que los niños se vieran tan cercanos a las repercusiones tan desagradables que la temporada dejaba vagando libremente en las calles.

El día 25, saliendo de casa encontró hecho ovillo a un perro callejero que tenía pinta de haber estado vagando buena parte de la noche, quizás huyendo del bullicio de la gente enfiestada, quizás buscando al mismo tiempo las sobras que muchos dejaban sobre las aceras, en las ventanas bajas o a media calle con descaro. Estaba sucio, con pequeñas basuritas pegadas en el pelaje, y parecía que además de no haber comido en mucho tiempo, había pasado una noche de frio. Al escuchar los pasos, el perro alzó la vista y de pronto pareció tremendamente triste; aquello le enterneció tanto que decidió regresar a casa, tomar un pan duro, sobras de la comida del día anterior y un recipiente con agua, y dárselos al pobre can que en silencio clamaba algo de comer.

Cuando puso el alimento a su alcance, el perro se precipitó ansiosamente sobre las sobras moviendo enérgicamente la cola peluda y sucia; después de algunos bocados, le dirigió una mirada asustada, como esperando que lo golpearan. Pero nada sucedió, y el perro pudo seguir comiendo tranquilamente.

Días después, en una de sus caminatas matutinas diarias, volvió a toparse con aquel perro amarillo; se veía igual que antes, incluso con la misma mirada triste. Sin embargo, al cruzar directamente miradas, el perro meneó la cola y levemente, le sonrió.

Tormento al paquidermo


Después de la presa seca, siguiendo el mismo camino lodoso por el cual habían llegado a ella y justo después de la cerca desvencijada de madera hongosa y podrida por la humedad de la época, la calle subía hacía la escuela secundaria siendo flanqueada prácticamente toda la trayectoria por lotes baldíos polvorientos con tristes hierbas solitarias pegadas a las paredes de las pocas casas existentes. Junto a la escuela, la casa de Ariadne ya estaba ocupada con visitas inesperadas.

La piscina estaba llena ya de agua, así como las piletas correspondientes a los flancos azulados de bordes irregulares y amenazantes de precipitada profundidad; Karla, en la sala, presumía ahora su nueva mascota que había encontrado en algún lugar de la calle, o quizás en la presa seca y su isla misteriosa rodeada de pantanos semiáridos cuarteados pero ligeramente mojados. El pobre elefante bebé miraba asustado a su alrededor, sin saber por qué la correa de su cuello estaba tan ajustada, ni a qué se debían los incesantes golpes que Karla le propinaba sin una razón que la propia razón humana hubiese entendido en el instante.

Una indignada Ariadne alza la voz a plena sala ¡No es posible que realice semejante maltrato! Observa cómo, aún cuando el pequeño elefante intenta ser arrancado de las manos de Karla, ésta sigue torturándolo y riendo maliciosamente sin inmutarse por el animal que agonizante barrita bajo sus manos.

Ariadne llora y patalea por el dolor que la propia imagen le causa; intenta persuadir a toda costa a Karla para que cese la barbarie, le grita y la sujeta, se interpone entre ella y el animal, y finalmente se abraza para protegerlo y tranquilizarlo.

Karla se detiene y mira atentamente; después, sin titubeos, toma la cola del elefante y la parte en dos.

martes, 10 de julio de 2012

Revive


Parece ser que en éste momento no me queda más que resignarme a formar parte de las cosas que de alguna manera siempre estoy negando; si bien ellos me negaron a mí primero, me rechazaron, ahora les regreso un poco del rechazo que tan inconscientemente cargué en mi piel por 22 años y medio. 

Felicidades, Aydee, por tu no cumpleaños que has escrito en una red social llena de frivolidades y banalidades, de gente que con dos puntos y un paréntesis cerrado pretenden envolver de sentimientos falsos unas palabras que tantas veces se parecen a las mpias (mpias: soy incapaz de escribir correctamente ¿será que me resisto?)… corrijo: se parecen a las mías, tan forzadas y estrujadas inútilmente al querer obligarlas a salir de la mente, atascándose entre mis dedos que van y vienen por el teclado casi de manera automática. 

“Si, ya voy” digo con desgano a mi madre, así como le dije con una sonrisa burlezca que simplemente prefería hacer la nada en la soledad del cuarto que me he apropiado pero que me rehúso a habitar. Las imágenes de santos y las cruces deben de salir de él, así como el montón de piezas del pasado que estorban por doquier, incluso en la recámara que sí habito normalmente. Me detengo a escribir, a ver si así alivio un poco todo lo que ya me viene molestando desde hace algo de tiempo…


Interferencia en los pensamientos.

Da igual, mejor emprendo la partida. Sigo diciendo que las cosas no son las mismas cuando no estás, porque no vale la pena hacer algunas cosas sin tener quien las valide, es como simplemente no hacerlas, como el árbol que cae en un lugar solitario y nadie sabe si ha provocado ruido. Más, dentro de todo, es curioso que estando tú por dentro, sin estar fuera y siguiendo estando en un lugar que no sé cuál es, te busco en letras que no tenían la intención de acercarnos en aquel entonces.

Estamos sin estar, ambos, en el mismo momento pero en formas diferentes.

Me voy.

Cuento de sábado en la noche


De pronto ya no se sentía como si estuviese en las típicas pesadillas donde existen monstruos horripilantes que salen de debajo de la cama por las noches en que el viento sopla y mueve tétricamente las ramas de los árboles, pareciendo que éstos cobran vida propia y esperan amenazantes el momento ideal para atacarte a través del cristal de la ventana; era una noche más bien tranquila, silencia, el tipo de noches que solía disfrutar estando en soledad, quizá fumando n cigarrillo y observando cómo el humo de éste se arremolina siendo tenuemente iluminado por el fuego.

El negro telón de la noche ya se había corrido sobre la ciudad y lo único que podía observarse claramente desde el mirador eran las lámparas de la calle, así como los autos que iban y venían por las avenidas a gran velocidad; a lo lejos, quizás, solo se escuchaba levemente el ulular de los búhos ocultos entre los árboles de aquel paradero donde caminaba sin rumbo fijo, sólo observando la postal que ante sus ojos se presentaba. 

Repentinamente, sintió un aire frío recorriéndole la médula, tan frío que parecía que se trataban de cientos de cuchillos clavándosele en la piel… o tal vez agujas; sí, agujas es lo más parecido, de esas que se clavan hasta topar con hueso. Al darse vuela, le vio de pie, inmóvil, con el rostro a unos cuantos centímetros y de piel cetrina, casi tan pálida como la luz de la luna. No se movió, sino que se limitó a clavar su mirada en los ojos grisáceos y muertos de aquella persona frente a él; notaba el olor fétido de su respiración y se distraía ocasionalmente con el cabello enmarañado que enmarcaba el pálido rostro. Al intentar de manera grotesca imitar una sonrisa, una fila de dientes amarillos se asomó entre los finos labios… y con un rápido movimiento, colocó la huesuda y fría mano en su cuello.

Despertó sobresaltado, con el hocico del perro muy cerca de su rostro y un calor insoportable que le había sudar hasta por las orejas.

INN


Sonidos.

Escucho la respiración del mundo, de los árboles, de las aves que pasan volando fuera de mi ventana y surcan los cielos con las alas de colores que nunca pude obtener aunque arrancara de ellos las plumas de forma desesperada, sin que el piar lastimoso lograra corromper la templanza y dedicación con la cual me apropiaba de los únicos rasgos de libertad que podía tener conmigo.

La sangre tibia resbala por mis manos y entre mis dedos, llega hasta mis faldas blancas que casi inútilmente he intentado proteger del carmín de la vida que ahora hay en mí. Soy como dios, doy la vida y la arranco de los cuerpos cuando me da la gana y nunca me canso de ver cómo la luz abandona los ojos de las pequeñas criaturas que se retuercen entre mis manos porque cada vez es diferente, cada vez es más excitante sentir ese poder de acabar con la perfección en un desenfrenado intento de apaciguar el holocausto interno, de asesinar a los propios demonios que arrancan y carcomen el cerebro pero que me dejan con vida y en total cordura para seguir viendo atónita cómo los demás se quedan tranquilos, hundidos en  un averno de perfección que destruye más diabólicamente sus mentes.

Las fantasías son para los locos, para las personas que no han entendido que solamente somos criaturas que intentan sobrevivir a las catástrofes de la vida, que se rigen por escuálidas formas misteriosas que apañan los sentidos incluso en los días más soleados o bajo las lunas más brillantes ¡Son las mismas sombras que se proyectan sobre las paredes blancas de mi habitación, que me hablan con voces que se confunden con el viento entre los árboles, que me cantan con sonidos similares a los aullidos de los lobos! Son las sombras que todas las mañanas opacan los espejos y se cuelan hasta mi interior a través de mis pupilas ya completamente abiertas como invitándoles a que entren cuán dueño de un aposento abandonado; piel pálida y labios resecos detrás de cabello negro enmarañado es lo que he obtenido como recompensa por albergar a las almas  del mundo en mi cuerpo… ¿Y? Son los estigmas de mi devoción, idénticos a los huecos de clavos y heridas que ustedes veneran.

¿Por qué me miran así cuando digo que quiero pintar las paredes con la vida de la gente? Si las propias paredes que te encierran en la locura tienen sangre y nombres…