Después de la presa seca, siguiendo
el mismo camino lodoso por el cual habían llegado a ella y justo después de la
cerca desvencijada de madera hongosa y podrida por la humedad de la época, la
calle subía hacía la escuela secundaria siendo flanqueada prácticamente toda la
trayectoria por lotes baldíos polvorientos con tristes hierbas solitarias
pegadas a las paredes de las pocas casas existentes. Junto a la escuela, la
casa de Ariadne ya estaba ocupada con visitas inesperadas.
La piscina estaba llena ya de agua,
así como las piletas correspondientes a los flancos azulados de bordes
irregulares y amenazantes de precipitada profundidad; Karla, en la sala,
presumía ahora su nueva mascota que había encontrado en algún lugar de la
calle, o quizás en la presa seca y su isla misteriosa rodeada de pantanos
semiáridos cuarteados pero ligeramente mojados. El pobre elefante bebé miraba
asustado a su alrededor, sin saber por qué la correa de su cuello estaba tan
ajustada, ni a qué se debían los incesantes golpes que Karla le propinaba sin
una razón que la propia razón humana hubiese entendido en el instante.
Una indignada Ariadne alza la voz a
plena sala ¡No es posible que realice semejante maltrato! Observa cómo, aún
cuando el pequeño elefante intenta ser arrancado de las manos de Karla, ésta
sigue torturándolo y riendo maliciosamente sin inmutarse por el animal que
agonizante barrita bajo sus manos.
Ariadne llora y patalea por el
dolor que la propia imagen le causa; intenta persuadir a toda costa a Karla
para que cese la barbarie, le grita y la sujeta, se interpone entre ella y el
animal, y finalmente se abraza para protegerlo y tranquilizarlo.
Karla se detiene y mira
atentamente; después, sin titubeos, toma la cola del elefante y la parte en
dos.
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