viernes, 10 de agosto de 2012

Tormento al paquidermo


Después de la presa seca, siguiendo el mismo camino lodoso por el cual habían llegado a ella y justo después de la cerca desvencijada de madera hongosa y podrida por la humedad de la época, la calle subía hacía la escuela secundaria siendo flanqueada prácticamente toda la trayectoria por lotes baldíos polvorientos con tristes hierbas solitarias pegadas a las paredes de las pocas casas existentes. Junto a la escuela, la casa de Ariadne ya estaba ocupada con visitas inesperadas.

La piscina estaba llena ya de agua, así como las piletas correspondientes a los flancos azulados de bordes irregulares y amenazantes de precipitada profundidad; Karla, en la sala, presumía ahora su nueva mascota que había encontrado en algún lugar de la calle, o quizás en la presa seca y su isla misteriosa rodeada de pantanos semiáridos cuarteados pero ligeramente mojados. El pobre elefante bebé miraba asustado a su alrededor, sin saber por qué la correa de su cuello estaba tan ajustada, ni a qué se debían los incesantes golpes que Karla le propinaba sin una razón que la propia razón humana hubiese entendido en el instante.

Una indignada Ariadne alza la voz a plena sala ¡No es posible que realice semejante maltrato! Observa cómo, aún cuando el pequeño elefante intenta ser arrancado de las manos de Karla, ésta sigue torturándolo y riendo maliciosamente sin inmutarse por el animal que agonizante barrita bajo sus manos.

Ariadne llora y patalea por el dolor que la propia imagen le causa; intenta persuadir a toda costa a Karla para que cese la barbarie, le grita y la sujeta, se interpone entre ella y el animal, y finalmente se abraza para protegerlo y tranquilizarlo.

Karla se detiene y mira atentamente; después, sin titubeos, toma la cola del elefante y la parte en dos.

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