martes, 10 de julio de 2012

Cuento de sábado en la noche


De pronto ya no se sentía como si estuviese en las típicas pesadillas donde existen monstruos horripilantes que salen de debajo de la cama por las noches en que el viento sopla y mueve tétricamente las ramas de los árboles, pareciendo que éstos cobran vida propia y esperan amenazantes el momento ideal para atacarte a través del cristal de la ventana; era una noche más bien tranquila, silencia, el tipo de noches que solía disfrutar estando en soledad, quizá fumando n cigarrillo y observando cómo el humo de éste se arremolina siendo tenuemente iluminado por el fuego.

El negro telón de la noche ya se había corrido sobre la ciudad y lo único que podía observarse claramente desde el mirador eran las lámparas de la calle, así como los autos que iban y venían por las avenidas a gran velocidad; a lo lejos, quizás, solo se escuchaba levemente el ulular de los búhos ocultos entre los árboles de aquel paradero donde caminaba sin rumbo fijo, sólo observando la postal que ante sus ojos se presentaba. 

Repentinamente, sintió un aire frío recorriéndole la médula, tan frío que parecía que se trataban de cientos de cuchillos clavándosele en la piel… o tal vez agujas; sí, agujas es lo más parecido, de esas que se clavan hasta topar con hueso. Al darse vuela, le vio de pie, inmóvil, con el rostro a unos cuantos centímetros y de piel cetrina, casi tan pálida como la luz de la luna. No se movió, sino que se limitó a clavar su mirada en los ojos grisáceos y muertos de aquella persona frente a él; notaba el olor fétido de su respiración y se distraía ocasionalmente con el cabello enmarañado que enmarcaba el pálido rostro. Al intentar de manera grotesca imitar una sonrisa, una fila de dientes amarillos se asomó entre los finos labios… y con un rápido movimiento, colocó la huesuda y fría mano en su cuello.

Despertó sobresaltado, con el hocico del perro muy cerca de su rostro y un calor insoportable que le había sudar hasta por las orejas.

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