A las 11:24 en punto de una noche
por mediados ya de abril cuando, tirada en mi cama y mirando el techo granuloso
y lleno de estrellas fluorescentes que en alguna ocasión conseguí en el país
vecino del norte, de pronto me exclamé
con fingido asombro “¡Seis y dos son ocho… y ocho dieciséis!”
Si, claro… hubiera adivinado eso
desde hacía mucho tiempo, cuando en mi infancia solía jugar con la estúpida
muñeca que dejé de ver en alguna ocasión, aquella que siempre estaba vestida de
azul y que intuyo ha permanecido en el desván después de que, cuando yo contaba
con 6 años de edad, la pobre muñeca se contagió de gripe y me fue imposible
curarla con sus dosis diarias de jarabe suministrado con un tenedor. Debí tomar
en consideración el hecho de que la consistencia del jarabe no era la más
adecuada para el instrumento de trabajo con que seguramente un doctor titulado
ilegalmente desde las inmediaciones de Tepito recomendó.
Como sea, el desván debió
volverse desde entonces el hogar de la pobre muñeca ya embarrada completamente
de medicamento; con el paso de los años no sé qué espíritu demoniaco –y en
realidad es algo que ignoro por mi temor a aquellas cosas– se apoderó del pobre
cuerpecillo de la fulanita en cuestión que logró entonces deformarlo por
completo, logrando despojarle de un brazo (la mutilación no está por demás) y
provocando alteraciones tales que conllevaron a la emanación de secreciones a
través de la glándula lagrimal en forma de desecho de madera. Dicho de otra
forma, lagrimitas de aserrín.
Y claro, ¿cómo no me di cuenta
que el meollo del asunto recaía en los estúpidos roedores que no tardaron en
hacerle compañía en aquel viejo desván? Ahora entiendo que los mismos
seguramente pertenecían a un culto de ratones narcosatánicos que veneran a
aquella cucaracha voladora que en algún momento resucitó de entre los muertos y
multiplicó las palomitas. Era de esperarse que el brazo lo perdiera en un culto
a su dios, y que su llanto ya modificado fuera también consecuencia de la
ofrenda malévola a la resplandeciente, oscura y pulcra cucaracha ya venerada.
El plumero, el recogedor, la
escoba y el viejo beliz no se pueden escapar de ser partícipes de la situación,
incuso también un comal que en alguna ocasión habló con la olla en la cocina.
No entiendo sus conversaciones fuera de lugar, tan llenas de cuestiones que
solamente arman pedos entre las personas involucradas. Todas las incoherencias
ambientales llevaron a preguntarme acerca de cómo fue que las orgías
interinstrumentales del desván lograron expandirse a otras áreas de la casa,
hasta que misteriosamente aparece de pronto un pequeño ratón que seguramente
emigró desde las orillas recónditas del desván hasta la cocina; supe que no se
trataba de algo común por el claro pelaje, casi rubio, casi trigo y su sexy
acento anglosajón. Un ratón gringo que seguramente fue extraditado a manera de
respuesta ante la ley anti-inmigrantes propuesta por los ratones
narcosatánicos, o quizá por aquella negrita cucurumbé que de pronto amaneció
con un arranque de celos hacia el pequeño ratón rubiecito porque ella quería
ser cómo él, porque quería ser blanca como la luna y la espuma que tiene el
mar.
El segundo en la lista de
sospechosos es el negrito bailarín, el que usaba bastón y bombín, que
seguramente estaba en complot con la negrita cucurumbé dado que sufría de
esclavitud y explotación laboral, corporal y probable prostitución, y de quien
también se duda por su tremendo parecido al mismo pescado que, se rumorea, le
dijo a la negrita cucurumbé que asi negra era bonita… me supongo, quiero creer,
que en realidad lo que le hizo fue un lavado de cerebro con agua de mar para
llevarla al lado oscuro (no, no por el color de piel). Por cierto, ¿cuál agua
de mar? Seguramente estaban en la pecera de la sala.
No hace mucho me he enterado que el líder de la secta era
aquella araña que amaba a la pobre muñeca junto con el viejo beliz, la misma
que en el fondo de un barril desvencijado bailaba tango en sus hilos, al ritmo
del instrumento imitado por Don Gato con un farolito de papel, con tres pasitos
arrastraditos pa’ adelante y para atrás. No sé cómo pude pasar por alto que
entre el público de la araña se encontraban brillantes cucarachas aburridas.
Todo es sospechoso.
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