viernes, 17 de agosto de 2012

Grilllito Escritor


A las 11:24 en punto de una noche por mediados ya de abril cuando, tirada en mi cama y mirando el techo granuloso y lleno de estrellas fluorescentes que en alguna ocasión conseguí en el país vecino del norte,  de pronto me exclamé con fingido asombro “¡Seis y dos son ocho… y ocho dieciséis!” 

Si, claro… hubiera adivinado eso desde hacía mucho tiempo, cuando en mi infancia solía jugar con la estúpida muñeca que dejé de ver en alguna ocasión, aquella que siempre estaba vestida de azul y que intuyo ha permanecido en el desván después de que, cuando yo contaba con 6 años de edad, la pobre muñeca se contagió de gripe y me fue imposible curarla con sus dosis diarias de jarabe suministrado con un tenedor. Debí tomar en consideración el hecho de que la consistencia del jarabe no era la más adecuada para el instrumento de trabajo con que seguramente un doctor titulado ilegalmente desde las inmediaciones de Tepito recomendó.

Como sea, el desván debió volverse desde entonces el hogar de la pobre muñeca ya embarrada completamente de medicamento; con el paso de los años no sé qué espíritu demoniaco –y en realidad es algo que ignoro por mi temor a aquellas cosas– se apoderó del pobre cuerpecillo de la fulanita en cuestión que logró entonces deformarlo por completo, logrando despojarle de un brazo (la mutilación no está por demás) y provocando alteraciones tales que conllevaron a la emanación de secreciones a través de la glándula lagrimal en forma de desecho de madera. Dicho de otra forma, lagrimitas de aserrín.

Y claro, ¿cómo no me di cuenta que el meollo del asunto recaía en los estúpidos roedores que no tardaron en hacerle compañía en aquel viejo desván? Ahora entiendo que los mismos seguramente pertenecían a un culto de ratones narcosatánicos que veneran a aquella cucaracha voladora que en algún momento resucitó de entre los muertos y multiplicó las palomitas. Era de esperarse que el brazo lo perdiera en un culto a su dios, y que su llanto ya modificado fuera también consecuencia de la ofrenda malévola a la resplandeciente, oscura y pulcra cucaracha ya venerada.

El plumero, el recogedor, la escoba y el viejo beliz no se pueden escapar de ser partícipes de la situación, incuso también un comal que en alguna ocasión habló con la olla en la cocina. No entiendo sus conversaciones fuera de lugar, tan llenas de cuestiones que solamente arman pedos entre las personas involucradas. Todas las incoherencias ambientales llevaron a preguntarme acerca de cómo fue que las orgías interinstrumentales del desván lograron expandirse a otras áreas de la casa, hasta que misteriosamente aparece de pronto un pequeño ratón que seguramente emigró desde las orillas recónditas del desván hasta la cocina; supe que no se trataba de algo común por el claro pelaje, casi rubio, casi trigo y su sexy acento anglosajón. Un ratón gringo que seguramente fue extraditado a manera de respuesta ante la ley anti-inmigrantes propuesta por los ratones narcosatánicos, o quizá por aquella negrita cucurumbé que de pronto amaneció con un arranque de celos hacia el pequeño ratón rubiecito porque ella quería ser cómo él, porque quería ser blanca como la luna y la espuma que tiene el mar.

El segundo en la lista de sospechosos es el negrito bailarín, el que usaba bastón y bombín, que seguramente estaba en complot con la negrita cucurumbé dado que sufría de esclavitud y explotación laboral, corporal y probable prostitución, y de quien también se duda por su tremendo parecido al mismo pescado que, se rumorea, le dijo a la negrita cucurumbé que asi negra era bonita… me supongo, quiero creer, que en realidad lo que le hizo fue un lavado de cerebro con agua de mar para llevarla al lado oscuro (no, no por el color de piel). Por cierto, ¿cuál agua de mar? Seguramente estaban en la pecera de la sala.

No hace mucho  me he enterado que el líder de la secta era aquella araña que amaba a la pobre muñeca junto con el viejo beliz, la misma que en el fondo de un barril desvencijado bailaba tango en sus hilos, al ritmo del instrumento imitado por Don Gato con un farolito de papel, con tres pasitos arrastraditos pa’ adelante y para atrás. No sé cómo pude pasar por alto que entre el público de la araña se encontraban brillantes cucarachas aburridas. 

Todo es sospechoso.

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