martes, 21 de agosto de 2012

Consistencia de flan


Habían pasado ya 12 días y las esperanzas de que fueran rescatados se veían increíblemente lejanas. Sergio había dedicado los últimos dos días a revisar la isla de cabo a rabo para buscar cualquier cosa que se pudiera comer ya que los víveres, esos pocos que lograron rescatar del bote antes de que la marea se lo tragara, comenzaban a escasear; Sofía por su parte intentaba gran parte del día construir de manera muy rudimentaria algún tipo de choza bajo la cual pudieran resguardarse del sol y la lluvia inesperada.
Durante un viaje de placer, Sergio y Sofía habían sufrido un choque con un arrecife de coral, lo que provocó que el bote donde viajaban ellos solos se hundiera irremediablemente. Lograron alcanzar la orilla de una isla cercana por puro milagro, rescatando de igual forma algo de comida que rápidamente racionaron para evitar pasar hambruna hasta su rescate, además de eso lo único que tenían era la ropa mojada que llevaban puesta. La cuestión, sin embargo, era que probablemente el rescate tardaría mucho en llegar, ya que Sergio y Sofía habían salido sin avisar a nadie en un tipo aventura amorosa no permitida que aprovecharían para hacer realidad su más oscuras y torcidas fantasías sexuales en medio del mar, así no habría problema de que alguien escuchara a Sofía gritar escandalosamente mientras era penetrada por Sergio.
En el momento en que se vieron como náufragos en aquella isla en medio de quién sabe donde, Sofía se puso como histérica pensando en que realmente había sido una tontería realizar el viaje; le sacó en cara una y otra vez que todo era su culpa, que fue una mala idea haber robado el bote de su padre sin saber absolutamente nada de navegación, también le dijo mil veces que estaba harta de sus arranques infantiles y que quería ver ahora cómo se las arreglaría para salir de esa. Sergio por su parte había mantenido la calma lo suficiente como para evocar todos los tips de supervivencia que había escuchado alguna vez en televisión o leyó en alguna revista de esas que están en los consultorios médicos, también dejó que Sofía le gritara todo lo que le diera la gana pues sabía que después de eso se tranquilizaba y escuchaba atentamente lo que había que hacer.
Así pues, una vez que Sofía se calmó, Sergio le indicó que lo primero que habría que hacer era reunir rocas o cualquier cosa que sirviera para llamar la atención por si acaso pasaba algún helicóptero por la zona, después seria una buena idea que se repartieran las tareas: él iría a buscar cualquier cosa que se pudiese comer, mientras ella construiría una choza, después irían a recolectar leña juntos por si hacía frío repentinamente por la noche, y esperarían al siguiente día. Calmadamente, se quitaron la ropa mojada y dedicaron el resto del día a conseguir comida, resguardar los víveres y racionarlos económicamente, armaron una chocita bastante inestable y consiguieron la leña; Sofía preguntó a Sergio si creía que habría animales salvajes, a lo que él contestó que seguramente no, aunque lo hizo sólo para tranquilizarla ya que sabía que probablemente habría serpientes venenosas al menos. Caída la noche, el clima comenzó a volverse más fresco, así que Sergio encendió una pequeña fogata y se sentó junto a Sofía, mirando ambos al horizonte.
--No está tan mal—Dijo Sofía de pronto y Sergio la miró extrañado—Queríamos privacidad y aventura ¿no? Pues aquí la tenemos: estamos en una isla, solos, sin nadie que nos diga qué hacer y pudiendo hacer lo que queramos; seguro nuestros padres pensarán que huimos juntos por pura necedad, y eso será hasta que mi padre se de cuenta de la falta del bote; pero mientras eso sucede, somos libres.
Sergio sonrió y le tomó la mano, y seguidamente Sofía comenzó a besarlo primero con ternura, luego un poco más agresiva, hasta que pronto los dos se vieron completamente envueltos en el preámbulo amoroso que seguramente terminaría en una sesión de sexo muy diferente a lo que estaban acostumbrados y, sobre todo, libre.
Al siguiente día, Sergio se despertó sudoroso y algo lleno de arena; Sofía ya estaba despierta y revisaba minuciosamente lo que tenían para comer: era demasiado poco. Todo lo que habían rescatado del bote antes de hundirse era lo suficiente como para comer bien durante un día, el resto era algo de musgo (Sergio había escuchado alguna vez que se podía comer) y frutillas de las cuales Sofía dudaba. Cuidadosamente y pensando en que era incierto el tiempo que estarían ahí, segmentó la comida en pequeñas porciones, una de las cuales hizo llevar a Sergio aclarándole que debía comerla despacio, y que además sería buena idea arreglárselas para encontrar agua.
El día transcurrió lentamente, pero lleno de actividades para hacer: Sofía intentó estabilizar la chocita para no preocuparse de que se les viniera encima mientras dormían, preguntó a Sergio si podrían intentar pescar y éste creyó que aunque sonaba como algo descabellado, podría servir; también se dieron cuenta que había palmeras con cocos, de los cuales podrían extraer agua y algo de comida extra, el problema sería bajarlos. Durante ese día, Sergio y Sofía se vieron posesos por una lujuria extrema, quizás porque andaban los dos con poca ropa, quizás porque el hecho de sentirse solos permitía que se dejara volar la imaginación, así que se dedicaron a hacer el amor cuando se les antojaba, como quisieran, en la playa o bajo la chocita, y podrían gritar y decirse las cosas que nunca habrían pensado decir al estar en la ciudad; después se quedaban tumbados uno junto al otro, y hablaban acerca de lo que estaría pensando la gente por su desaparición, se preguntaban si los rescatarían o si encontrarían la manera de vivir plácidamente en ese lugar apartado.
Conforme pasaba el tiempo, las circunstancias se volvían mucho más difíciles de lo esperado: lo que en un principio vieron como un nido de amor y depravación, ahora era un escenario en el cual intentaban desesperadamente sobrevivir día a día. Sus pieles estaban rojas por la prolongada exposición al sol, también curtidas y en algunas partes habían aparecido llagas. Sofía se ponía de mal humor y pasaba la mayor parte del día llorando, y Sergio estaba harto de buscar comida todo el día y además aguantar los reproches de Sofía por no haber conseguido lo suficiente; los cocos eran difíciles de conseguir por la proeza de bajarlos de las palmeras, y sus intentos de pesca no habían resultado provechosos, no conocían otras cosas qué comer de la vegetación y la comida decente rescatada hacía tiempo que se había terminado. Poco a poco, el horror de la realidad se materializaba frente a ellos.
Sofía y Sergio terminaron por tener problemas entre ellos; Sofía quería que Sergio fuera más atento con las necesidades y que también la consintiera cuando se sentía de mal humor, pero Sergio solamente quería utilizar su tiempo libre (el poco que tenía) para relajarse y descansar antes de volver a la faena diaria. Rápidamente comenzaron a aparecer discusiones por tonterías sin sentido: Sergio gritó a Sofía porque la choza tenía agujeros, Sofía golpeó a Sergio al verlo hurgando en la comida ya que pensó que tomaría algo sin consultarlo; más tarde, Sofía había estado llorando porque extrañaba su casa y su familia, y Sergio intentó consolarla besándola en el cuello. Sofía no se sintió cómoda y pidió que parara, pero Sergio ya había perdido la cordura y se abalanzó sobre ella, acariciándola a la fuerza, besándola, mordiéndola hasta hacerle daño e ignorando los gritos.
La soledad y las condiciones precarias habían provocado que Sofía y Sergio perdieran poco a poco la cordura; ella se volvió retraída después de aquella noche, temerosa, ni siquiera se atrevía a decirle a Sergio que no tocara la comida que no le correspondía. Él continuó con su actitud barbárica, atemorizando y gritando a Sofía cada que se le antojaba, pasando el día tirado a la sombra de alguna palmera y obligando a que Sofía lo complaciera sexualmente si lo necesitaba. La muchacha ya no quería seguir ahí, quería que la rescataran lo más pronto posible pues no soportaba el cambio tan repentino de su novio; el hombre dulce al que amaba ahora era una bestia sin sentimientos que la trataba como a un animal. Se preguntó repetidas veces si habría sido el sol, o la sal del agua, o quizás algo que comió y lo empezó a transformar por algún efecto tóxico; también cuestionó si fue su culpa aquel cambio, si debió haber accedido a hacer el amor aquella noche, o si por llorar tanto él ya estaba harto. De nada obtenía una respuesta.
Llegó la noche en que no había comida ni agua, Sergio había destruido la chocita en un ataque de ira cuando Sofía no había accedido a sus demandas sexuales por tener la regla, y ahora ella tenía un diente roto y el ojo morado por la paliza que Sergio le propinó antes de violarla nuevamente. En todo el día no se habían hablado, ni se habían mirado siquiera, y no fue hasta que Sergio intentó tocarla nuevamente que Sofía saltó encolerizada y comenzó a gritarle que era un guarro, un estúpido, una bestia a la que habría deseado nunca haber conocido ni mucho menos haber accedido a hacer aquel viaje estúpido por el que comenzó todo lo que estaban viviendo; escupió y maldijo a él y a toda su familia, le lanzó piedras y ramas y hojas que tenía a su alrededor, pateó y arañó a Sergio mientras él respondía a los golpes con el doble de fuerza. El forcejeo se hizo intenso, y un Sergio que parecía poseído, con ojos inyectados de sangre y una fuerza que quién sabe de dónde fue sacada, sujetó a Sofía por el cabello, y le azotó la frente contra una palmera. Sofía quedó inconsciente, y Sergio siguió golpeando con furia la cabeza que pronto pareció un clavel de piel reventada; tomó entonces una piedra grande y siguió golpeándola, arrancando la piel a jirones con sus manos y dejando que la arena absorbiera la sangre, exponiendo el cráneo blanco y después partiéndolo en pedazos. Pronto vio una masa gelatinosa, ciertamente grisácea y llena de sangre que lucía apetitosa, y presa del hambre que le carcomía su propio estómago, Sergio arrancó un generoso trozo de cerebro y se lo llevó a la boca.
Devoró el manjar en cuestión de minutos, después sonrió con dientes ensangrentados: a pesar del sabor a hierro, estaba feliz porque el cerebro de Sofía tenía justamente la consistencia de un flan.

domingo, 19 de agosto de 2012

¿Fin?

A la media noche decidí que ya nada valía la pena; no tenía amigos, mi familia pasaba de mí y los estudios ya no me llenaban igual que antes. Recuerdo cuando me era increíblemente grato lograr las más altas notas de la clase, ser mejor que los demás, tener los exámenes perfectos y los trabajos impecables... y ahora, bueno, ahora pienso que simplemente son cosas para las cuales no fui hecha.

Tenía amigos en la facultad, salíamos a fiestas y nos divertíamos, pero de pronto las cosas empezaron a cambiar: me fastidiaban más de lo normal, no soportaba tenerlos cerca, rechazaba las oportunidades en que podía convivir con ellos y sus conversaciones me parecían tan vacías que me molesatban. Poco a poco empecé a alejarme, a poner pretextos para no acudir a las fiestas, a sentarme durante largas horas en un rincón mientras leía o escribía cualquier tontería que se me viniera a la mente; me volví solitaria, sombría, ausente.

Así pasó el tiempo, no sé cuánto porque dejé de contar los días en el momento en que me dí cuenta que todas las horas eran iguales, pero sé que fue lo suficiente para haberme colmado la cabeza y el corazón de frustraciones y deseos de terminar con todo.

La mañana siguiente me levanté temprano y fui como siempre a la escuela; me senté en mi rincón favorito y leí durante la primera clase, durante la segunda puse atención porque era interesante, y en el receso salí a fumar un cigarrillo al lado del aula 7; pasado el tiempo permitido de descanso, regresé a mi rincón y reanudé mi lectura. Terminando las clases, pasé a un parque cercano a mi casa y me senté a la osmbra de un árbol, en el pasto, donde sabía que nadie me iba a molestar, y comencé a escribir lo que sería mi último texto. Decidí hacerlo ahí para sentirme libre, para que al menos mis últimas palabras vieran más directamente la luz del sol y no solamente la proviniente del foco de mi cuarto; quería que al menos el viento y el pasto y las aves que revoloteaban supieran que a pesar de la crudeza de mis letras, había sonreído por última vez a la vida.

En casa, limpié mi cuarto y ordené mis cosas en varias cajas que destiné a los lugares que creía más convenientes: una parte de mis libros irían a la biblioteca de la escuela, mientras que la otra ya tenía anotado cuidadosamente el nombre de su próximo propietario en la cara interior de la portada; los apilé y dejé una nota encima para que se entregaran a quienes correspondían. Mi ropa también se dividió en lo que sería para el albergue, lo que ya no usaba porque esatba viejo, y lo que decidí que mi hermanita debía quedarse; también le dejé a ella gran parte de mis pertenencias, como mi violín, el teléfono celular y en realidad todo lo que ella quisiera conservar.

A las 11:32 de la noche encendí mi último cigarrillo junto a la ventana de mi habitación y puse la carta sobre la mesita de noche, al lado de la Vírgen de Guadalupe que mi mamá me regaló por mi cumpleaños y donde explicaba que era culpa de todos, después encendí el modular y puse mi canción favorita bajo la opción de repetir una y otra vez. Quería morir escuchando lo que más me gustaba.

Del armario saqué una pistola, era negra y algo vieja pues la había conseguido de contrabando a una persona a quien no conocía, pero aún así tenía la certeza de que funcionaba correctamente pues antes la había probado en el campo disparándole un par de veces a latas vacías.  Me senté a la orilla de la cama, puse el cañón de la pistola en mi boca y después de respirar hondo un par de veces, tiré del gatillo.

Un dolor agudo me despertó repentinamente; sentía que la cabeza me iba a estallar, abrí los ojos pero no pude ver bajo qué techo estaba, o qué hora del día era, tampoco escuchaba absolutamente nada a mi alrededor. Me asusté, el pánico me invadió repentinamente, no me gusta la oscuridad ni tanto silencio; lloré, pero no sentía lágrimas que mojaran mi cara. Llevé mis manos a mi rostro en un gesto de desesperación, y sentí las vendas, y hurgué debajo de ellas con aún más desesperación que antes, y creo que grité mil veces sin saber exactamente qué decía hasta enmudecer al encontrar que debajo del vendaje lo único que había era carne deshecha, suturada en todas direcciones, tibia, húmeda y dolorosamente aún viva.

Fallé.

viernes, 17 de agosto de 2012

Menta y mentira se parecen


              --Ya no eres la misma, ahora es raro verte satisfecha; a mi esposa tengo que dedicarle media hora en las mañanas, mucho más de lo que le dedico a Carmelita… por eso me gustó ella, por eso y sus cabellos negros, tan oscuros, pero con mechones más claros de destellos rosados que hacen juego con los reflejos azules de la negrura de su melena. Desde que la conocí supe que era diferente…

                --Entonces puedes ir y quedarte con tu Carmelita esa, sea lo que sea…

                Hubiera sido bueno que se creyera la mitad de sus palabras, pero nada de lo que estaba diciendo le parecía que fuera completamente sensato. Galatea se decidió a dar media vuelta solamente y seguir su camino por aquel puente que se erigía por encima de un río seco pero de verdes orillas; sabía, pese a todo, que las palabras que Dionisio le decía no tenían ni la más mínima gota de credulidad, y que no había satisfacción, ni esposa, ni Carmelita que realmente existiera, sino que todo lo que el comentaba era fruto de su ego herido.

                Para Galatea, Dionisio no significaba otra cosa más que el anclaje al pasado, lo que impedía que tuviera la oportunidad de seguir creciendo como la mujer que siempre había soñado con ser; lo que en alguna ocasión se consideró el oasis en medio del desierto, ahora lo consideraba solamente como un vil espejismo más que se expandió frente a sus ojos sin importar qué era lo que provocaba en la pobre Galatea. Dionisio también significaba la fortaleza perdida inútilmente y atada a una pequeña estaca, como el viejo cuento del elefante del circo. No es que el chico fuera inútil, sino que simplemente se había acostumbrado tanto al fracaso que ahora el éxito le parecía como una medalla de oro imposible de alcanzar, como los anillos de Saturno, como el sol que no puede ser alcanzado sin quemarse en el camino.

                Muchas veces, los relojes se habían detenido para Galatea y Dionisio, y ya no existía el tiempo ni el espacio en los propios espacios que ellos mismos habían construido para sí; las personas que los rodeaban parecían simplemente como vagos espectros, cuerpos sin alma ni conciencia que los acechaban como zombis entre los matorrales de un descampado, pero la mortandad en vida, la putrefacción en potencia de los cuerpos vivos solamente era el fruto de las perturbadas y enamoradas mentes de dos personas que se envolvían mutua y estúpidamente en papel celofán que no los ocultaba del mundo, pero transformaban la realidad de manera que sólo ellos, dentro del envoltorio, se percibían tal cual al otro dentro de la medida que se sentían capaces de aceptar.

                En más de una ocasión, muchas más de las que Galatea era capaz de recordar, ella se había preguntado si con fría agua y refrescante aliento era como Dionisio intentaba ocultar el fuego que tenía dentro de sí, la pasión que le embriagaba cuando intentaba poseer para él y nada más el cuerpo completo de la pobre fémina indefensa que tantas tardes se entregó a él; se preguntó también si la útlima vez que se vieron, aunque pareciera como pasaje sacado de un sueño lleno de estupefacientes y alucinógenos de Galatea, tenía el mismo sabor frío mentolado pero mentiroso de las láminas que solía consumir el Dionisio de carne y hueso. De haber sido ficticio, los detalles y hechos que ocurrieron entonces no tienen ningún indicio de ser lo suficientemente significativos como para seguir prestándoles más atención de la que reqieren; de haber sido real, entonces aquello significaba el rechazo a lo que les rodeaba en el instante, pero al mismo tiempo la preocupación de que las últimas palabras de alguien no fueran sino escritas, escupidas de manera automática y agresiva hacia la vera de Galatea, quien con mano temblorosa y aliento atascado entre la garganta y la boca apenas si es capaz de comunicar pocas palabras entrecortadamente antes de dejarlas de lado.
                “Hola, disculpa pero no lo encontré…”

                Pero no era cierto, a final de cuentas lo que realmente no se había encontrado era la propia parte de Galatea que estaba dispuesta a dar por terminada le petit mort del cuarto sin paredes desde el cual se apreciaban las orillas de un playa inexistente. En ese momento parecía que no existía nada más que pudiera valer la pena ni ser más importante.

                --Pero si has estado soñando, Galatea—se dice para sí misma mientras permanece de pie en una verde llanura—por eso no puedes controlar nada de lo que haces.

                ¿Y la mente y el inconsciente son capaces de ser controlados? El problema de Galatea no era el ser o no ser, las mentiras o las verdades, la realidad o la fantasía que muchas veces se presentaban entremezcladas delante de sus ojos, sino la incapacidad de saber distinguir entre vaina y veneno, entre gimnasia y magnesia como era que muchos a su alrededor decían, pero a final de cuentas aún seguía existiendo esa parte de ella que le hacía ver que aún cuando la frialdad de algo parezca tan evidente frente a sus ojos, incluso sobre su piel, el efecto ilusorio solamente duraba unos cuantos instantes antes de que la realidad templada saltara a los sentidos de quienes estaban presentes e involucradísimos en el desarrollo de la misma.

                La esposa de Dionisio, la Carmelita de negros cabellos y destellos rosados y azules, el tiempo que se desperdiciaba por las mañanas, la satisfacción de Galatea, el desdén de la misma hacia todo lo anterior y la misma falsa falsedad de las mentiras de Dionisio sólo eran versiones mentalizadas…

Mentalizadas… 

De menta-lizadas, hechas de menta…

O sea, una mentira.

Y es que al final menta y mentira se parecen.

Grilllito Escritor


A las 11:24 en punto de una noche por mediados ya de abril cuando, tirada en mi cama y mirando el techo granuloso y lleno de estrellas fluorescentes que en alguna ocasión conseguí en el país vecino del norte,  de pronto me exclamé con fingido asombro “¡Seis y dos son ocho… y ocho dieciséis!” 

Si, claro… hubiera adivinado eso desde hacía mucho tiempo, cuando en mi infancia solía jugar con la estúpida muñeca que dejé de ver en alguna ocasión, aquella que siempre estaba vestida de azul y que intuyo ha permanecido en el desván después de que, cuando yo contaba con 6 años de edad, la pobre muñeca se contagió de gripe y me fue imposible curarla con sus dosis diarias de jarabe suministrado con un tenedor. Debí tomar en consideración el hecho de que la consistencia del jarabe no era la más adecuada para el instrumento de trabajo con que seguramente un doctor titulado ilegalmente desde las inmediaciones de Tepito recomendó.

Como sea, el desván debió volverse desde entonces el hogar de la pobre muñeca ya embarrada completamente de medicamento; con el paso de los años no sé qué espíritu demoniaco –y en realidad es algo que ignoro por mi temor a aquellas cosas– se apoderó del pobre cuerpecillo de la fulanita en cuestión que logró entonces deformarlo por completo, logrando despojarle de un brazo (la mutilación no está por demás) y provocando alteraciones tales que conllevaron a la emanación de secreciones a través de la glándula lagrimal en forma de desecho de madera. Dicho de otra forma, lagrimitas de aserrín.

Y claro, ¿cómo no me di cuenta que el meollo del asunto recaía en los estúpidos roedores que no tardaron en hacerle compañía en aquel viejo desván? Ahora entiendo que los mismos seguramente pertenecían a un culto de ratones narcosatánicos que veneran a aquella cucaracha voladora que en algún momento resucitó de entre los muertos y multiplicó las palomitas. Era de esperarse que el brazo lo perdiera en un culto a su dios, y que su llanto ya modificado fuera también consecuencia de la ofrenda malévola a la resplandeciente, oscura y pulcra cucaracha ya venerada.

El plumero, el recogedor, la escoba y el viejo beliz no se pueden escapar de ser partícipes de la situación, incuso también un comal que en alguna ocasión habló con la olla en la cocina. No entiendo sus conversaciones fuera de lugar, tan llenas de cuestiones que solamente arman pedos entre las personas involucradas. Todas las incoherencias ambientales llevaron a preguntarme acerca de cómo fue que las orgías interinstrumentales del desván lograron expandirse a otras áreas de la casa, hasta que misteriosamente aparece de pronto un pequeño ratón que seguramente emigró desde las orillas recónditas del desván hasta la cocina; supe que no se trataba de algo común por el claro pelaje, casi rubio, casi trigo y su sexy acento anglosajón. Un ratón gringo que seguramente fue extraditado a manera de respuesta ante la ley anti-inmigrantes propuesta por los ratones narcosatánicos, o quizá por aquella negrita cucurumbé que de pronto amaneció con un arranque de celos hacia el pequeño ratón rubiecito porque ella quería ser cómo él, porque quería ser blanca como la luna y la espuma que tiene el mar.

El segundo en la lista de sospechosos es el negrito bailarín, el que usaba bastón y bombín, que seguramente estaba en complot con la negrita cucurumbé dado que sufría de esclavitud y explotación laboral, corporal y probable prostitución, y de quien también se duda por su tremendo parecido al mismo pescado que, se rumorea, le dijo a la negrita cucurumbé que asi negra era bonita… me supongo, quiero creer, que en realidad lo que le hizo fue un lavado de cerebro con agua de mar para llevarla al lado oscuro (no, no por el color de piel). Por cierto, ¿cuál agua de mar? Seguramente estaban en la pecera de la sala.

No hace mucho  me he enterado que el líder de la secta era aquella araña que amaba a la pobre muñeca junto con el viejo beliz, la misma que en el fondo de un barril desvencijado bailaba tango en sus hilos, al ritmo del instrumento imitado por Don Gato con un farolito de papel, con tres pasitos arrastraditos pa’ adelante y para atrás. No sé cómo pude pasar por alto que entre el público de la araña se encontraban brillantes cucarachas aburridas. 

Todo es sospechoso.

TORN - A - SOL


Gira, gira… gira sin llegar a ningún lado, siempre frente al espejo de una caja en la cual vivirás para siempre encerrada. No existen aquí los soldaditos de plomo que te rescaten de payaso de la caja musical. Me cuestiono acerca de lo que harás en estos momentos al respecto.

Vestida de rosa, la pobre bailarina de porcelana sigue dando vueltas sobre la punta del pie derecho; de haber tenido uñas éstas ya estarían encarnadas dolorosamente y de seguro el terciopelo azul cielo del joyero ya estaría teñido de rojo carmesí, aunque ¿qué hay dentro de las venas inexistentes de una bailarina de porcelana? 

—Sangre verde tornasolada—dice el payasito de la caja—Sangre verde tornasolada…

…verde tornasolada…
...verde tornasolada…
…verde...
…tornasol…
…torno… sol…

Giro…

Y gira…

Y da vueltas bajo el sol sin llegar a ningún lado. Y el verde de los ojos apenas si puede distinguirse.
Suena la música, tan repetitiva como el mismo baile de la pobre bailarina pálida y frágil, que no siente el son en su cuerpo, que no expresa sus emociones en sus movimientos. 

¿Y qué harías, pequeña bailarina, si en lugar de brazos blancos y fríos tuvieras alas de madera?

—Prenderle fuego…—dice el payasito de la caja musical—¡prenderles fuego!—y salta con violencia  fuera de su aposento, balanceándose después vacilonamente mientras sostiene la sonrisa macabra que asusta al gato.

El gato brinca de la cama hacia la mesa…

El joyero de madera cae al piso…

La bailarina blanca de sangre tornasolada se deshace partiéndose en pedazos.

Ya no giras, bailarina, frente al espejo que se rompió contigo.

viernes, 10 de agosto de 2012

Maribel


Cuando la vio, Maribel sintió asco; tenía la piel de color gris, apagada y reseca que le recordaba tanto a la piel de los muertos. Los ojos, que antes fueron vivaces y llenos de luz ya sólo albergaban… nada, realmente nada, nada hundida en el rostro, haciendo parecer más profundas las cuencas y resaltando los pómulos puntiagudos que acentuaban su aspecto cadavérico… estaba desnuda, con los huesos tan expuestos que parecía querían salir huyendo a través de su piel, o lo que quedaba de ella, pues ahora solo parecía una delgada membrana pegada al esqueleto; las costillas y clavículas lucían amenazantes, los brazos caían inertes a los costados con una debilidad tan notable que hasta dolía verla, y las piernas flaqueaban bajo un peso inexistente.
                Para Maribel la impresión fue demasiada: la recordaba tan distinta, tan llena de vida y con un cuerpo lo suficientemente sano y atractivo como para llamar la atención de los hombres que pasaban a su lado, y ahora era como la sombra de una sombra desvirtuada del nardo en el pantano que sólo alcanzaba a ir más allá cuando el sol se ponía. Maribel no tenía idea de cuánto tiempo había permanecido aislada, sola, encerrada en aquel lugar, y es que lucía tan inhóspito que aquello presentado en las películas de terror le quedaba corto: oscuro, húmedo, con una pequeña ventana de viejos barrotes oxidados que apenas permitían el paso de unos cuantos rayos de luz; las paredes frías parecían llorar la situación, y cientos de arañas negras de largas y frías patas recorrían las mismas o esperaban ansiosas capturar una desubicada mosca que se enredara en sus telas. No había piso como tal, sino que una gruesa capa de pegajoso barro se extendía por el cuarto, absorbía heces y cuidaba gusanos, y si estaba de buenas dejaba que una rata le hiciera cosquillas al correr sin rumbo fijo. En la pared más lejana, un mugriento espejo que apenas si reflejaba su entorno se posicionaba rígido y muerto.
                —Qué te ha pasado?—Comienza a decir Maribel al “esperpento” que sonríe con mueca torcida—Mírate a ti misma, observa como la vida se escurre poco a poco a través de tu piel casi muerta; en tus ojos puedo ver tu interior, tan muerto como la rata que cuelga del espejo… ¿has dormido? ¿Has comido?
                —¿Quién lo necesita?—Responde “aquello”—Dormir te priva de disfrutar la vida y comer absorbe la vida para rehuir a la muerte. Para vivir necesitas despertar tu espíritu y unirte al universo,, sin nada que te ate a la tierra; debes fusionarte, volar, ser aire y barro y agua que embriagaban tu espíritu. Morir implica entrar en vida nueva, y a veces dar vida; te descompones y tus ojos e intestinos alimentan gusanos, que alimentan la tierra, que a su vez alimenta plantas y animales que darán de comer a los humanos al tiempo que se sacrifican. Cuando mueres, te vuelves más vivo que en vida, estás en todos lados y hasta puedes invadir la mente de los demás, te vuelves santo, mártir, reina, agua, estrellas y viento… ¡Todo!
                —También mueres en vida al entregarte a algui9en.
                —¡Exacto! ¡Si!—grita “aquello” y se mueve eufórico por el cuarto—Llega el punto en que expandes tu conciencia y sientes poco a poco la sangre en tus venas, el chasquido de tus neuronas dentro de tu cabeza, el aliento de quien está contigo tocándote con sus dedos y sus labios en lugares prohibidamente sensibles… y agonizas, te retuerces, el corazón quiere salir de tu pecho al tiempo que te penetran lentamente, después rápido, y poco a poco te acercas a la muerte—se rió sonoramente—¿Verdad que provoco algo? ¡Mírate, Maribel! En este instante deseas morir aunque sea tu sola: estás agitada, alterada, y has llevado la mano a tu sexo sin darte cuenta… no te reprimas, quiero ver que lo hagas tal como lo has hecho tantas veces hasta ahora.
                Maribel accedió; poco a poco fue deslizando las manos por su abdomen, el pecho, hacia su cuello y rostro. Mordió sus labios, lamió sus dedos y los deslizó hacia su entrepierna hundiéndolos firmemente y ahí y agilizando la agonía que tanto disfrutaba; gemía, jadeaba, dejaba a su alma escapar en gritos semiahogados.
                Abrió los ojos  y miró al espejo; sonrió al verse a sí misma con sus huesos prominentes y su piel cetrina, con sus ojos hundidos en un rostro cadavérico que nada tenía que ver con lo que era antes; sola, mirándose fijamente, hablándole a aquello que a veces cobraba vida en el espejo y la orillaba a morir un poco cada día con el pretexto de encontrar una eternidad que regresaba al infinito en el momento en que ella volvía a respirar. Esta vez, sin embargo, sintió a la muerte llegar con más fuerza que antes y la recibió abriendo sus piernas.
                Tal vez en ésta ocasión el orgasmo sería interminable.

Sonríe el perro


Hacía ya mucho tiempo que las mañanas estaban más frías que de costumbre, cosa rara ya que en pleno septiembre no solía ser así, sino que más bien frescas, solamente frescas pero sin ningún aire de esos que calan hasta los huesos. Pero ahora parecía raro todo, y además de ese frío castrante que hacía que después de un rato le doliera la nariz, había también en el ambiente el típico olor que deja la humanidad en temporadas de feria: olor a alcohol y orines por las calles que rodeaban catedral, más excremento de las golondrinas que en pleno vuelo de migración, hacían parada en la ciudad posándose en los cables de alta tención a lo largo de varias manzanas. De vez en cuando, en plena acera se veía algún borracho recostado sobre sus propias secreciones.

Las caminatas matutinas ya se habían vuelto tediosas, no resultaba igual de divertido salir ahora y encontrarse suciedad y pestilencia por todos lados, que salir anteriormente y ver a un montón de niños dirigiéndose a sus escuelas, algunos con mochilas tan grandes como ellos mismos, otros bostezando aún, aferrándose al brazo de mamá para que no los dejasen solos o llegando animados, sonriendo al encontrarse a sus compañeritos. Ahora, le entristecía ver que los niños se vieran tan cercanos a las repercusiones tan desagradables que la temporada dejaba vagando libremente en las calles.

El día 25, saliendo de casa encontró hecho ovillo a un perro callejero que tenía pinta de haber estado vagando buena parte de la noche, quizás huyendo del bullicio de la gente enfiestada, quizás buscando al mismo tiempo las sobras que muchos dejaban sobre las aceras, en las ventanas bajas o a media calle con descaro. Estaba sucio, con pequeñas basuritas pegadas en el pelaje, y parecía que además de no haber comido en mucho tiempo, había pasado una noche de frio. Al escuchar los pasos, el perro alzó la vista y de pronto pareció tremendamente triste; aquello le enterneció tanto que decidió regresar a casa, tomar un pan duro, sobras de la comida del día anterior y un recipiente con agua, y dárselos al pobre can que en silencio clamaba algo de comer.

Cuando puso el alimento a su alcance, el perro se precipitó ansiosamente sobre las sobras moviendo enérgicamente la cola peluda y sucia; después de algunos bocados, le dirigió una mirada asustada, como esperando que lo golpearan. Pero nada sucedió, y el perro pudo seguir comiendo tranquilamente.

Días después, en una de sus caminatas matutinas diarias, volvió a toparse con aquel perro amarillo; se veía igual que antes, incluso con la misma mirada triste. Sin embargo, al cruzar directamente miradas, el perro meneó la cola y levemente, le sonrió.

Tormento al paquidermo


Después de la presa seca, siguiendo el mismo camino lodoso por el cual habían llegado a ella y justo después de la cerca desvencijada de madera hongosa y podrida por la humedad de la época, la calle subía hacía la escuela secundaria siendo flanqueada prácticamente toda la trayectoria por lotes baldíos polvorientos con tristes hierbas solitarias pegadas a las paredes de las pocas casas existentes. Junto a la escuela, la casa de Ariadne ya estaba ocupada con visitas inesperadas.

La piscina estaba llena ya de agua, así como las piletas correspondientes a los flancos azulados de bordes irregulares y amenazantes de precipitada profundidad; Karla, en la sala, presumía ahora su nueva mascota que había encontrado en algún lugar de la calle, o quizás en la presa seca y su isla misteriosa rodeada de pantanos semiáridos cuarteados pero ligeramente mojados. El pobre elefante bebé miraba asustado a su alrededor, sin saber por qué la correa de su cuello estaba tan ajustada, ni a qué se debían los incesantes golpes que Karla le propinaba sin una razón que la propia razón humana hubiese entendido en el instante.

Una indignada Ariadne alza la voz a plena sala ¡No es posible que realice semejante maltrato! Observa cómo, aún cuando el pequeño elefante intenta ser arrancado de las manos de Karla, ésta sigue torturándolo y riendo maliciosamente sin inmutarse por el animal que agonizante barrita bajo sus manos.

Ariadne llora y patalea por el dolor que la propia imagen le causa; intenta persuadir a toda costa a Karla para que cese la barbarie, le grita y la sujeta, se interpone entre ella y el animal, y finalmente se abraza para protegerlo y tranquilizarlo.

Karla se detiene y mira atentamente; después, sin titubeos, toma la cola del elefante y la parte en dos.