Hacía ya mucho tiempo que las
mañanas estaban más frías que de costumbre, cosa rara ya que en pleno
septiembre no solía ser así, sino que más bien frescas, solamente frescas pero
sin ningún aire de esos que calan hasta los huesos. Pero ahora parecía raro
todo, y además de ese frío castrante que hacía que después de un rato le
doliera la nariz, había también en el ambiente el típico olor que deja la
humanidad en temporadas de feria: olor a alcohol y orines por las calles que
rodeaban catedral, más excremento de las golondrinas que en pleno vuelo de
migración, hacían parada en la ciudad posándose en los cables de alta tención a
lo largo de varias manzanas. De vez en cuando, en plena acera se veía algún
borracho recostado sobre sus propias secreciones.
Las caminatas matutinas ya se
habían vuelto tediosas, no resultaba igual de divertido salir ahora y
encontrarse suciedad y pestilencia por todos lados, que salir anteriormente y
ver a un montón de niños dirigiéndose a sus escuelas, algunos con mochilas tan
grandes como ellos mismos, otros bostezando aún, aferrándose al brazo de mamá
para que no los dejasen solos o llegando animados, sonriendo al encontrarse a
sus compañeritos. Ahora, le entristecía ver que los niños se vieran tan
cercanos a las repercusiones tan desagradables que la temporada dejaba vagando
libremente en las calles.
El día 25, saliendo de casa
encontró hecho ovillo a un perro callejero que tenía pinta de haber estado
vagando buena parte de la noche, quizás huyendo del bullicio de la gente
enfiestada, quizás buscando al mismo tiempo las sobras que muchos dejaban sobre
las aceras, en las ventanas bajas o a media calle con descaro. Estaba sucio,
con pequeñas basuritas pegadas en el pelaje, y parecía que además de no haber
comido en mucho tiempo, había pasado una noche de frio. Al escuchar los pasos,
el perro alzó la vista y de pronto pareció tremendamente triste; aquello le
enterneció tanto que decidió regresar a casa, tomar un pan duro, sobras de la
comida del día anterior y un recipiente con agua, y dárselos al pobre can que
en silencio clamaba algo de comer.
Cuando puso el alimento a su
alcance, el perro se precipitó ansiosamente sobre las sobras moviendo
enérgicamente la cola peluda y sucia; después de algunos bocados, le dirigió una
mirada asustada, como esperando que lo golpearan. Pero nada sucedió, y el perro
pudo seguir comiendo tranquilamente.
Días después, en una de sus
caminatas matutinas diarias, volvió a toparse con aquel perro amarillo; se veía
igual que antes, incluso con la misma mirada triste. Sin embargo, al cruzar
directamente miradas, el perro meneó la cola y levemente, le sonrió.
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