viernes, 10 de agosto de 2012

Sonríe el perro


Hacía ya mucho tiempo que las mañanas estaban más frías que de costumbre, cosa rara ya que en pleno septiembre no solía ser así, sino que más bien frescas, solamente frescas pero sin ningún aire de esos que calan hasta los huesos. Pero ahora parecía raro todo, y además de ese frío castrante que hacía que después de un rato le doliera la nariz, había también en el ambiente el típico olor que deja la humanidad en temporadas de feria: olor a alcohol y orines por las calles que rodeaban catedral, más excremento de las golondrinas que en pleno vuelo de migración, hacían parada en la ciudad posándose en los cables de alta tención a lo largo de varias manzanas. De vez en cuando, en plena acera se veía algún borracho recostado sobre sus propias secreciones.

Las caminatas matutinas ya se habían vuelto tediosas, no resultaba igual de divertido salir ahora y encontrarse suciedad y pestilencia por todos lados, que salir anteriormente y ver a un montón de niños dirigiéndose a sus escuelas, algunos con mochilas tan grandes como ellos mismos, otros bostezando aún, aferrándose al brazo de mamá para que no los dejasen solos o llegando animados, sonriendo al encontrarse a sus compañeritos. Ahora, le entristecía ver que los niños se vieran tan cercanos a las repercusiones tan desagradables que la temporada dejaba vagando libremente en las calles.

El día 25, saliendo de casa encontró hecho ovillo a un perro callejero que tenía pinta de haber estado vagando buena parte de la noche, quizás huyendo del bullicio de la gente enfiestada, quizás buscando al mismo tiempo las sobras que muchos dejaban sobre las aceras, en las ventanas bajas o a media calle con descaro. Estaba sucio, con pequeñas basuritas pegadas en el pelaje, y parecía que además de no haber comido en mucho tiempo, había pasado una noche de frio. Al escuchar los pasos, el perro alzó la vista y de pronto pareció tremendamente triste; aquello le enterneció tanto que decidió regresar a casa, tomar un pan duro, sobras de la comida del día anterior y un recipiente con agua, y dárselos al pobre can que en silencio clamaba algo de comer.

Cuando puso el alimento a su alcance, el perro se precipitó ansiosamente sobre las sobras moviendo enérgicamente la cola peluda y sucia; después de algunos bocados, le dirigió una mirada asustada, como esperando que lo golpearan. Pero nada sucedió, y el perro pudo seguir comiendo tranquilamente.

Días después, en una de sus caminatas matutinas diarias, volvió a toparse con aquel perro amarillo; se veía igual que antes, incluso con la misma mirada triste. Sin embargo, al cruzar directamente miradas, el perro meneó la cola y levemente, le sonrió.

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