viernes, 17 de agosto de 2012

Menta y mentira se parecen


              --Ya no eres la misma, ahora es raro verte satisfecha; a mi esposa tengo que dedicarle media hora en las mañanas, mucho más de lo que le dedico a Carmelita… por eso me gustó ella, por eso y sus cabellos negros, tan oscuros, pero con mechones más claros de destellos rosados que hacen juego con los reflejos azules de la negrura de su melena. Desde que la conocí supe que era diferente…

                --Entonces puedes ir y quedarte con tu Carmelita esa, sea lo que sea…

                Hubiera sido bueno que se creyera la mitad de sus palabras, pero nada de lo que estaba diciendo le parecía que fuera completamente sensato. Galatea se decidió a dar media vuelta solamente y seguir su camino por aquel puente que se erigía por encima de un río seco pero de verdes orillas; sabía, pese a todo, que las palabras que Dionisio le decía no tenían ni la más mínima gota de credulidad, y que no había satisfacción, ni esposa, ni Carmelita que realmente existiera, sino que todo lo que el comentaba era fruto de su ego herido.

                Para Galatea, Dionisio no significaba otra cosa más que el anclaje al pasado, lo que impedía que tuviera la oportunidad de seguir creciendo como la mujer que siempre había soñado con ser; lo que en alguna ocasión se consideró el oasis en medio del desierto, ahora lo consideraba solamente como un vil espejismo más que se expandió frente a sus ojos sin importar qué era lo que provocaba en la pobre Galatea. Dionisio también significaba la fortaleza perdida inútilmente y atada a una pequeña estaca, como el viejo cuento del elefante del circo. No es que el chico fuera inútil, sino que simplemente se había acostumbrado tanto al fracaso que ahora el éxito le parecía como una medalla de oro imposible de alcanzar, como los anillos de Saturno, como el sol que no puede ser alcanzado sin quemarse en el camino.

                Muchas veces, los relojes se habían detenido para Galatea y Dionisio, y ya no existía el tiempo ni el espacio en los propios espacios que ellos mismos habían construido para sí; las personas que los rodeaban parecían simplemente como vagos espectros, cuerpos sin alma ni conciencia que los acechaban como zombis entre los matorrales de un descampado, pero la mortandad en vida, la putrefacción en potencia de los cuerpos vivos solamente era el fruto de las perturbadas y enamoradas mentes de dos personas que se envolvían mutua y estúpidamente en papel celofán que no los ocultaba del mundo, pero transformaban la realidad de manera que sólo ellos, dentro del envoltorio, se percibían tal cual al otro dentro de la medida que se sentían capaces de aceptar.

                En más de una ocasión, muchas más de las que Galatea era capaz de recordar, ella se había preguntado si con fría agua y refrescante aliento era como Dionisio intentaba ocultar el fuego que tenía dentro de sí, la pasión que le embriagaba cuando intentaba poseer para él y nada más el cuerpo completo de la pobre fémina indefensa que tantas tardes se entregó a él; se preguntó también si la útlima vez que se vieron, aunque pareciera como pasaje sacado de un sueño lleno de estupefacientes y alucinógenos de Galatea, tenía el mismo sabor frío mentolado pero mentiroso de las láminas que solía consumir el Dionisio de carne y hueso. De haber sido ficticio, los detalles y hechos que ocurrieron entonces no tienen ningún indicio de ser lo suficientemente significativos como para seguir prestándoles más atención de la que reqieren; de haber sido real, entonces aquello significaba el rechazo a lo que les rodeaba en el instante, pero al mismo tiempo la preocupación de que las últimas palabras de alguien no fueran sino escritas, escupidas de manera automática y agresiva hacia la vera de Galatea, quien con mano temblorosa y aliento atascado entre la garganta y la boca apenas si es capaz de comunicar pocas palabras entrecortadamente antes de dejarlas de lado.
                “Hola, disculpa pero no lo encontré…”

                Pero no era cierto, a final de cuentas lo que realmente no se había encontrado era la propia parte de Galatea que estaba dispuesta a dar por terminada le petit mort del cuarto sin paredes desde el cual se apreciaban las orillas de un playa inexistente. En ese momento parecía que no existía nada más que pudiera valer la pena ni ser más importante.

                --Pero si has estado soñando, Galatea—se dice para sí misma mientras permanece de pie en una verde llanura—por eso no puedes controlar nada de lo que haces.

                ¿Y la mente y el inconsciente son capaces de ser controlados? El problema de Galatea no era el ser o no ser, las mentiras o las verdades, la realidad o la fantasía que muchas veces se presentaban entremezcladas delante de sus ojos, sino la incapacidad de saber distinguir entre vaina y veneno, entre gimnasia y magnesia como era que muchos a su alrededor decían, pero a final de cuentas aún seguía existiendo esa parte de ella que le hacía ver que aún cuando la frialdad de algo parezca tan evidente frente a sus ojos, incluso sobre su piel, el efecto ilusorio solamente duraba unos cuantos instantes antes de que la realidad templada saltara a los sentidos de quienes estaban presentes e involucradísimos en el desarrollo de la misma.

                La esposa de Dionisio, la Carmelita de negros cabellos y destellos rosados y azules, el tiempo que se desperdiciaba por las mañanas, la satisfacción de Galatea, el desdén de la misma hacia todo lo anterior y la misma falsa falsedad de las mentiras de Dionisio sólo eran versiones mentalizadas…

Mentalizadas… 

De menta-lizadas, hechas de menta…

O sea, una mentira.

Y es que al final menta y mentira se parecen.

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